Houellebecq, solitario insumiso

por Rafael Balanzá

El asunto principal de Sumisión, la novela más reciente de Michel Houellebecq, es la religión. Para el escritor francés la vida sin fe, sin trascendencia, es sencillamente un excremento. Yo comparto esa opinión, sin reservas ni matices de ningún tipo. Pero como dice uno de los personajes de este libro, en el que se relata el triunfo del Islam en Francia, “la mayoría de la gente vive sin preocuparse de esas cosas, que les parecen demasiado filosóficas; solo piensan en ello cuando se enfrentan a un drama.” 

Y en ninguna parte de Europa se piensa menos en esas cosas que en España. Desde Unamuno, nadie tiene por aquí esa dolencia tan rara del sentimiento trágico de la vida. Lo curioso es que, viviendo así, de espaldas a la tragedia, hay legiones de deprimidos; aunque son deprimidos que nunca se han equivocado en nada. Si les preguntas, no tienen el menor problema. O creen que lo que tienen son, a lo sumo, problemas políticos. Entonces van y la toman con los del pijama a lunares o con los del pijama a rayas. Se parecen a aquel tarado que cuando le dolía la úlcera le pegaba una paliza a su perro. Los tontos presumen de una autoestima blindada, aunque por debajo del blindaje se les esté cayendo el alma a pedazos. En nuestro país, como en todos, hay muchas clases de tontos, por supuesto. De hecho, existe una variedad casi infinita; pero aquí me voy a detener en dos grandes grupos. Los tontos creyentes viven en el mejor de los mundos posibles, porque nunca tienen dudas; hasta el bidé lo llenan con agua bendita y pasan las horas cantando beaturrerías con el culo a remojo. Los tontos no creyentes tienen menos dudas todavía, y practican el autoerotismo tántrico con gran virtuosismo. Lo dicho: ningún problema.

He tardado un poco en leer Sumisión porque no me mola acercarme a beber con el rebaño, aunque sea a uno de mis pozos predilectos. Esta historia está construida a modo de diáfana ecuación, con lógica implacable, brillante y cínica. Los varones de Occidente tenemos –dejando a un lado el hecho lamentable de vivir en una civilización en franca decadencia- dos problemas concretos: la soledad hipersexualizada y la muerte. A causa de la destrucción de la familia, del ultrafeminismo y del aburrimiento pornográfico (La carne es triste, ¡ay!, y ya he leído todos los libros…), el primero tiene mal arreglo. El segundo, no hay quien lo solucione sin Dios. Con el Islam mataríamos los dos pajarracos de un solo tiro: predominio masculino en la tierra y huríes en el paraíso. Amén. Es como un chiste, vale. Pero uno mortalmente serio.

Lo que hace relevante a la literatura es expresar la eterna verdad de la condición humana en un momento particular de la historia, entre la realidad y la ficción, más allá de las apariencias, más allá de las engañosas mutaciones fenoménicas. Se trata de mirar alrededor y hacia nosotros mismos con la mueca burlona de Aristófanes asomando por debajo de las gafas de Parménides. Y de hacer reconocible, para el estúpido que está un poco por encima de la media, su propia estupidez sin que se ofenda; e incluso logrando que goce de la experiencia. Ahí está el mérito. Y ese mérito es lo que sitúa a Houellebecq en la cúspide de la inteligencia posible. Es decir: a solo un milímetro de la caída, del suicidio, de la tentación de desertar de la lucha para sobrevivir entre gilipollas. Ahí, en ese preciso punto minúsculo de la cordillera, en esa roca pelona donde el aire helado embriaga y el precipicio dolomítico llama con su canto de sirena, en ese mismo lugar estuvieron ya Sófocles, Cohélet, Shakespeare, Pascal, Kierkegaard, Dostoyevski, Unamuno, Camus, Beckett, Sábato…, y Houellebecq en nuestros días. Solo, feo e insumiso. Pero terriblemente hermoso.      

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