Humanidades

por Rafael Balanzá

Hace pocas semanas en el cole de mi hijo algunos papás y mamás fueron a clase a leer a los poetas del 27. Me pareció muy buena idea, por supuesto, pero temí por un momento que en las plazas y calles del pueblo los chavales empezaran a formar corros espontáneamente para recitar a Pedro Salinas, a Gerardo Diego, a Vicente Aleixandre. Imaginé un paisaje apocalíptico de tablets, nintendos y smartphones abandonados en los setos, sobre el césped, o desbordando las papeleras; y mientras, los chiquillos recitando de memoria “Poeta en Nueva York” desde las ramas de los árboles del parque o junto a la valla del polígono… Por fortuna no ha ocurrido nada de esto. La verdad es que la literatura culta, como las humanidades en general, constituye hoy un fenómeno socialmente marginal. Seamos sinceros: a nadie le importa realmente, sin embargo el paripé continúa, lo que no deja de sorprenderme un poco.

La celebridad literaria –y esto lo sé por propia experiencia- apenas da hoy en día para ciertos equívocos y situaciones de comedia televisiva. Así fue, más o menos, la conversación que mantuve hace unos años con una cajera del Mercadona:

        – Usted… ¿no es el escritor ése… el que suelta palabros en el periódico?
        – No. Soy su hermano gemelo, el actor porno. Pero también escribo, no creas…  
        – ¿Y qué escribe? ¿Rollo sado?   
        – Por favor, dulce acémila, dame una bolsa grande.

Se quedó encantada. Lo de dulce acémila debió de sonarle a cuento de hadas. Y todo porque yo era novelista, claro. La literatura sigue teniendo una especie de prestigio, un aura como la que se suponía que registraba la famosa cámara Kirlian. Se trata de un fenómeno más bien fantasmal; pero con el tirón suficiente como para que todo el mundo 
quiera ser escritor, incluso quienes no han leído un libro en su puñetera vida.     

Propongo que nos quitemos de una vez la careta. Habrá quien tomará esto como una provocación o una boutade, pero lo digo muy en serio: saquemos de una vez a las humanidades de los programas educativos. Del todo. Para poca salud, ninguna. Si el diablo nos lleva, que nos lleve en coche. Matemáticas, sintaxis y ciencias naturales, con algunas nociones del marco legal vigente, eso es todo lo que se necesita para ser un productor y un consumidor funcional. Lo demás, sobra. Propongo que el Gobierno subvencione, si es que hay dinero para eso, ateneos y centros culturales públicos; y si no es posible, pues la cultura que cada uno se la busque dónde y cómo pueda. A fin de cuentas el presidente Rajoy se jacta de leer el Marca y poco más. 

No es que esto que planteo me guste de verdad, ojo. Sé que el lector capta la ironía. Lo que pasa es que me repugna la hipocresía. La verdad verdadera es que los chavales terminan hoy sus estudios sin tener más que una idea muy borrosa de la historia del país en el que han nacido, y sin saber prácticamente nada de filosofía, de literatura o de arte. Estudian media docena de idiomas extranjeros, pero no aprenden ninguno, y ni siquiera alcanzan un dominio razonable de su propia lengua. Los nobles y muy loables esfuerzos de algunos  de sus profesores -entre ellos, varios amigos míos- son del todo vanos, ya que el ambiente social es radicalmente contrario a la cultura y frenéticamente favorable a los juegos on-line y a las carreras de motos.   

De todas formas, para ir directos al paro, o a Alemania a trabajar de fregachines, o para quedar atrapados aquí en un empleo miserable y precario, no necesitan cultivarse mucho. Incluso podría ser contraproducente, al minar su docilidad. Dar a nuestros vástagos la oportunidad de entrar en contacto con los tesoros culturales de nuestra civilización es fomentar la libertad, lo que podría ralentizar el crecimiento económico.

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