O sea, hombre irracional, que no necesariamente significa incapaz de raciocinio, porque sucede que se puede llegar en línea recta a la locura sin despegarse de la lógica ni un milímetro. Y creo que ese es, precisamente, el centro de la diana a la que apunta la película de Woody Allen. La vimos en el cine hace tres años y ya nos gustó; pero la hemos visto ahora, otra vez, y nos ha gustado más todavía. Cosas que pasan.
El motivo de dedicarle el post es una coincidencia de la que no me di cuenta cuando la vi en el cine. El protagonista es un profesor de filosofía con aires (algo anacrónicos, la verdad, en este exangüe siglo XXI) de divo intelectual, pero que lleva años bordeando una depresión; o quizá ya está sumido en ella hasta los folículos capilares, porque intenta combatirla a base de alcohol de alta graduación, sin recatarse a la hora de exhibir su petaca en cualquier momento del día y ante cualquier testigo. Es más un caso de hastío que de genuina desesperación. Pero vamos con la coincidencia.
Cuando decide matar al juez -y perdón por el spoiler, pero sirva de disculpa que ese no es el final de la peli, sino apenas el nudo de la trama- el protagonista experimenta un subidón de optimismo y vitalidad. Esa reacción paradójica me resultó familiar. (¿Y por qué no me ocurrió la primera vez que la vi, en pantalla grande?) Cuando Valle, el antagonista de Los asesinos lentos, le cuenta al protagonista, su amigo Cáceres, que al tomar la firme decisión de matarlo mejoró instantáneamente su estado anímico y su tono vital, este último queda maravillado y perplejo ante la lógica absurda, pero implacable, con la que su viejo camarada de grupo razona.
La novela es de 2010 y la película de 2015. Por favor, no os rasguéis todavía vuestros polos de marca: no pretendo compararme con Woody Allen, ni mucho menos. Y tampoco pienso demandarlo por plagio. Bastante tiene el pobre con la campaña que soporta desde hace años. Aunque mi libro se tradujo al italiano, tengo la certeza de que el director neoyorkino no lo ha leído ni en uno ni en otro idioma. Así que es pura coincidencia. Aunque no tanto. Los dos somos lectores genuflexos de Dostoievski. Ahí está la clave, me parece. Ambos bebemos en las mismas fuentes. Woody Allen es un genio, aunque él diga que no, y yo hago lo que puedo. Eso es todo.
En cualquier caso, esto me lleva a una reflexión general. Al final el arte es el territorio de la libertad, tanto para el artista cuanto para su público. Nos gusta lo que nos gusta, y llega un momento en que no cabe razonar mucho más. Hay méritos objetivos, desde luego. ¿Quién puede discutir que las películas de Woody Allen se nos ofrecen tachonadas de golpes brillantes de ingenio? ¿Quién va a negar que la música (¡la música!) está integrada en el argumento con prodigioso sentido del ritmo, del timing y del momento dramático? ¿Cómo podríamos pasar por alto el despliegue ameno de una inteligencia poderosa que ilumina las zonas más oscuras de la vida sin amargarnos la tarde? Pero al final, lo que lo sitúa para mí por encima de otros creadores, en una categoría superior en la que yo estaría dispuesto a inscribir muy pocos nombres contemporáneos (casi ninguno), es una afinidad sentimental (¡irracional!), una percepción intuitiva y esencial de lo que significa nuestra loca y frágil humanidad, lanzada a los abismos insondables de la cordura, que son los peores.
Lo que él sea como hombre, a mí no me corresponde juzgarlo. Me repugna el dolor, y de una forma u otra esa es, precisamente, la materia de su arte. Acaso porque también sea el ingrediente principal de su vida. Como víctima o como verdugo, eso no puedo saberlo. Pero ese dolor W. A. nos lo presenta en su cine con planos elegantes, suntuosos, y embutido en tramas apetitosas y sorprendentes. Mi gratitud por ello es inmune a los posibles pecados del autor. Inmune a sus delitos o faltas.