Lamento sinceramente la muerte de Domingo Villar. No llegué a tratarlo, ni siquiera a conocerlo, pese a que compartimos editorial durante algún tiempo. Era un par de años más joven que yo. Es una edad a la que nadie debería morir, al menos en esta época. Y resulta más trágico si tenemos en cuenta que se trataba al parecer de una buena persona y un abnegado padre de familia. La noticia me ha afectado tanto por las circunstancias compartidas cuanto por la proximidad generacional. Una pena.
Dicho esto, el presente post no gira en torno a la figura o a la obra de Villar, ya que no he llegado a leer entero ninguno de sus libros. No voy a expresar mi opinión sobre la clase de literatura que él practicaba, porque mis lectores pueden adivinarla sin esfuerzo. El juicio que fácilmente se infiere de lo anterior a él ya no puede perjudicarlo de ningún modo y no creo que alcance a sus allegados. Digamos que, en general, la novela negra convencional, aunque esté construida con relativa habilidad, según las fórmulas depuradas por una larga tradición, y servida con una prosa aceptable, me hace bostezar sin remedio a partir de la página 20 o 30, por mucha buena voluntad y tesón que le ponga a la lectura. Un ejemplo. Leí hace unos años “Asesinos sin rostro”, de Henning Mankell y me pareció interesante. Luego leí “Los perros de Riga”, que encontré algo inferior. No he vuelto a leer nada más de Mankell, ya que no espero vivir mil años.
La cuestión es que el asunto de este post son algunas ideas expuestas por Luis Alemany en su panegírico dedicado al autor gallego, un artículo aparecido en El Mundo el pasado 18 de mayo. Escribe Alemany: “En las 712 páginas El último barco, la novela que disparó la fama de Domingo Villar, había 30 o 40 líneas, como mucho, dedicadas al mal, a explicar los atenuantes y los agravantes del asesino (…) a Villar no le interesaba el mal, y mucho menos la violencia, sino el bien.” Y unas pocas líneas más abajo el periodista añade: “esa manera de abordar la novela criminal era la expresión de un sentido moral muy profundo.” Señala Alemany que la principal preocupación del autor gallego consistía en transmitir las bondades del paisaje y el paisanaje de su Galicia natal. Como se ve, muy lejos queda ya aquel célebre aforismo de André Guide: “Con buenos sentimientos se hace mala literatura.” Las cosas han cambiado mucho.
No quiero amargar con la hiel de mi sarcasmo tan evidentes buenas intenciones, sólo pretendo notar aquí que profundizar en la herida del mal fue, precisamente, la intención de Shakespeare, Dostoievski, Camus, Sabato o Hitchcock, entre otros seres perversos, e incluso –a su modesta escala de talento y posibilidades- también ha sido con frecuencia el objetivo del que suscribe, tal vez el más retorcido de todos estos. Indudablemente, los tiempos ternuristas y febles que vivimos han sido muy propicios al estilo y a las preferencias temáticas de Domingo Villar. Y no me queda sino celebrar que el tránsito de este autor por el mundo resultara iluminado por la estrella del éxito más rotundo e incontestable. Quien sospeche que escribo esto último con amarga ironía se equivoca. No me alegra la estupidez de la época que me ha tocado en suerte (claro que no) pero sí celebro, y mucho, que un hombre bueno atravesara la vida por el camino de baldosas amarillas de la simpatía de sus contemporáneos.