La guadaña

por Rafael Balanzá

Era un día de primeros de marzo, pero parecía de mediados de junio. No de primavera, sino de verano. Y como de costumbre, a media mañana interrumpí el trabajo para dar un paseo por la huerta. El río centelleaba, la garceta blanca extendió sus alas y voló un poco para alejarse y posarse en otra roca; fuera del alcance de una hipotética pedrada. Desde el puente podía avizorar el pueblo donde vivo, hundido en la verde espesura de palmeras, cipreses, naranjos y limoneros. Respiré hasta los talones el fresco aroma de cítricos y azahar y comprendí que tenía mucha suerte de vivir allí. En realidad (pensé) tengo mucha suerte, en general. En marzo cumplo años, y aquella mañana me parecía encontrarme como el Dante al principio de la Divina Comedianel mezzo del cammin di nostra vita. Me dio por pensar en el gran trecho recorrido y en lo que tenía todavía por delante. Nos habían pintado el matrimonio como una prueba casi insuperable. Sin embargo, nosotros, después de 20 años juntos, todavía retozamos como tortolitos cada vez que tenemos oportunidad, lo que, a decir verdad, sucede bastante a menudo. Y la paternidad, también eso parecía dificilísimo, pero somos afortunados. Nuestro hijo es extraordinario. Luego pensé, cómo no, en esa plaga obsesiva y supercontagiosa de la literatura. Muchos se proponen lograr celebridad y reconocimiento, pero son muy pocos los que lo consiguen. Así que también en este aspecto puedo considerarme un privilegiado. Entonces… ¿por qué la amargura, la insatisfacción que envenena mi ánimo? Quizá se deba a que yo estaba preparado para una vida trágica y heroica, pero ya no hay tragedia ni drama que valga. En palabras de Macbeth, todo se ha vuelto de juguete. Recordé una novela que leí hace unos 30 años: Homo faber, de Max Frisch, sobre un ingeniero escéptico, tecnófilo y materialista que enferma de cáncer de estómago y viaja a Grecia, para descubrir allí cuánto le concierne el ajeno y remoto mundo de la tragedia ática.

Por esos días (ya lo he contado) trabajaba en mi nueva futura novela, y saboreaba el placer de la corrección de un trabajo ya casi terminado. No tengo prisa por volver a publicar, porque sé que solo será “otra novela”, en un mundo saturado de publicaciones e incrédulo ante cualquier tipo de excelencia. Yo me consideraba una excepción, pero la oligofrenia democrática de nuestra época (el pobre Alfred Jarry se revolverá en su tumba) implica que ya no se admiten excepciones. Sin embargo, he logrado algo, qué duda cabe: comodidad y un nombre. Muchos sueñan con eso. ¿Qué sentido tiene amargarse la vida por no poder despertar a las conciencias dormidas, como yo soñaba? ¿No será mejor aprovecharse de la estupidez ajena que luchar contra ella? De joven pensaba que era un tipo brillante en una época mediocre. Ahora sé que soy un novelista medianamente dotado en una época imbécil. Editoriales y grupos de comunicación estándirigidos a menudo por palurdos, mercaderes o vástagos ignorantes de familias bien.  Los escritores hacemos el trabajo de los periodistas para logar proyección mediática y los periodistas se sirven de ella para hacerse pasar por escritores y endosar sus inmundicias. Los revolucionarios, en cuanto llegan al gobierno, se desayunan los sapos del Ibex con cubertería de plata y se compran chalets en la sierra. La gente (tonta-del-ano-roossvelt) se lo traga todo, lo compra todo y no entiende nada. Al volver a casa miré las noticias en "Msn" y vi que ese virus raro que mantenía a toda una región de China en cuarentena había llegado ya a Italia. Una extraña idea fulguró en mi mente. ¿Y si de pronto una enorme guadaña invisible segara miles de cabezas? ¿Y si la tragedia irrumpiera de golpe en nuestras frívolas existencias sin drama? ¿Y si matara a muchos ancianos y acabara de un plumazo con la rutina instagrámico-viajera de los jóvenes? Estaba a punto de aflorar a mis labios una maliciosa sonrisa, pero pensé en mi madre y me sentí avergonzado. La quiero, y el virus se ceba sobre todo con los mayores.

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