Fui a ver esta película de modo algo renuente. Justo después tenía cita con el dentista, lo que no contribuía precisamente a mi buen humor. En el programa de Televisión Española Días de cine la habían reputado de obra maestra, una calificación que yo reservaría a los mejores logros de no más de veinte directores a lo largo de la breve historia del séptimo arte. Pero los milagros, amigos, suceden de vez en cuando. No sé si este largometraje de Alberto Rodríguez puede equipararse con esas altas cimas del celuloide a las que me refería antes, pero sí me atrevo a afirmar que resiste con elegante suficiencia cualquier comparación, por muy difícil que se lo pongamos. A bote pronto, y partiendo de la figura común de un policía poco presentable pero eficiente en su trabajo, me viene a la mente “Sed de mal”. Y sí…, creo que “La isla mínima” aguanta el tipo a su lado sin necesidad de ponerse de puntillas. Se trata pues, a mi juicio, de una gran película, un modelo de economía narrativa y perfecta estructura dramática que expone con ecuanimidad el interesante conflicto central. Además –y esto sí que es un verdadero milagro hoy en día- resulta sumamente respetuosa con un espectador al que supone adulto; nada abusiva, por tanto, al abordar un tema truculento.
Estamos en 1980. Dos policías ideológicamente antagónicos deben investigar una serie de horrendos crímenes. Uno de ellos pertenecía a la famosa e infausta Brigada Político-Social; el otro es un poli progre, beligerante, apasionadamente fiel a los ideales de la naciente democracia y… con ganas de hacerse notar. Raúl Arévalo está bien en su papel, pero Javier Gutiérrez (Concha de Plata en San Sebastián) se sale, con una interpretación titánica. Y eso no es todo. La película incluye bloques que son de por sí piezas maestras. En la persecución por carretera el director nos demuestra cómo se puede lograr una trepidante escena de acción sin recurrir a los destrozos y aparatosas proezas que suelen necesitar los realizadores Hollywoodienses para estimular la producción de adrenalina de un público adolescente y sobrehormonado. Por el contrario, en la citada secuencia, entre los Dyane 6 y los tractores de la España de la época, en una carretera secundaria bajo la lluvia, se nos brinda una sensación de verdad y una intensidad emocional apabullantes.
Entro al meollo, y quien no quiera saber más del argumento que interrumpa la lectura. Diría que el clásico tutelar de esta obra es ni más ni menos que “El hombre que mató a Liberty Valance”, de John Ford. Tenemos a la figura adornada por la prensa con una aureola heroica, por una parte, y por otra al sujeto en declive, el héroe en la sombra, un perdedor que ya tiene un pie en la tumba. Y a mayor gloria de la eterna exploración de la ambigüedad moral y afectiva con la que el hombre está condenado a peregrinar sobre la tierra, es este último, un experto torturador del franquismo, el que se gana sin permiso nuestra simpatía. Alguien mucho más retorcido que yo –que soy un alma cándida, como sabéis- podría dar una vuelta de tuerca y encontrar una lectura políticamente peligrosa: el franquismo tuvo que hacer, con recursos de matarife, el trabajo sucio de “pacificar” España para que luego pudieran brillar en el nuevo y bien iluminado escenario los “blandos” héroes de la democracia. Pero creo, sinceramente, que es mejor descartar una interpretación tan torticera. Me dejo cosas en el tintero: el personaje de Gutiérrez orinando sangre, que nos recuerda a aquel boxeador enfermo de “Fat City”, el intenso momento final en que la niña lo abraza, las localizaciones, el magnífico diseño de producción… Solo me queda espacio para una triste anotación; menos de veinte personas en el cine, y ninguna en edad universitaria.