Como ya dije en mi post anterior, acabo de leer “dignidad” de Javier Gomá, libro excelente, como todos los suyos. Al estilo de Unamuno, quien exploraba el sentimiento trágico “en los hombres y en los pueblos”, Gomá alienta y argumenta la conquista de la dignidad personal, pero también, abriéndose a lo general, dedica buena parte del volumen a lo que podríamos llamar el largo camino hacia nuestra dignidad nacional. El último capítulo lleva el elocuente título de “Tarde, pero bien; la variante española”.
Una vez más nuestro autor se muestra extraordinariamente oportuno. Si ya hace unos años publicó su “Ejemplaridad pública” en el preciso momento en que más supuraba la herida de las corruptelas políticas, este nuevo libro apareció muy pocos días antes de que nos alcanzara la pandemia, desgracia universal que ha puesto de relieve por aquí algunas de las miserias que amenazan a nuestra dignidad democrática.
Pero mis post suelen ser amenos (mi yugo es suave y mi carga ligera) y no me gusta hacer llorar al lector, de modo que no voy a referirme a la degradada política nacional, con sus gárrulos populismos, ni a las visibles grietas del estado de las autonomías. Me quiero fijar en un detalle significativo: la veneración hacia la ciencia y sus expertos; ante ellos, nuestros paisanos serían muy capaces de rendir el estandarte de la libertad y hasta el de la dignidad, si fuera preciso. He leído hace pocos días en ABC un artículo escrito por un máster (¡un maestro!) del propio periódico, de poco más de treinta años (aunque ya con varios libros en su haber, fruto sin duda de su ingente sabiduría y experiencia), en el que se nos ofrece una larga lista de eminentes científicos españoles ninguneados por la inicua Leyenda Negra. No me convence mucho la lista, la verdad, y sigo pensando, como antes, que nuestro país llegó tarde a la Ilustración y que, si bien su aportación anterior (siglos XVI y XVII) a las artes, a la nueva geografía y a la primera globalización resultan incuestionables, en ciencia no hemos hecho gran cosa, dejando aparte honrosas excepciones como las muy conocidas de Servet y de Cajal.
Sospecho que, precisamente por esa carencia, aquí se venera tanto a la ciencia y se sigue a sus gurús con beata devoción, como sucedió durante decenios con el tecnófilo Punset, que en paz (o en la interfaz) descanse, y somos muy aficionados a representar el cándido papel de esos indígenas que veían planear al gran cóndor rugiente de alas brillantes sobre su poblado y corrían espantados a refugiarse en sus chozas; o el de aquellos negritos que se acercaban, asustados, al bastón de fuego del hombre blanco que de un solo trueno era capaz de abatir al poderoso elefante. ¡Ya basta de políticos! Protestan las masas furiosas. ¡Que vengan los expertos! Sin entender que esos políticos están ahí porque ellos los han votado, y que de hecho los representan mucho mejor de lo que están dispuestos a admitir. Piden los españoles el oráculo del EXPERTO que les diga cómo tienen que vivir y enfrentarse al virus y cuáles deben ser sus prioridades. Pero si hay que elegir entre salud y economía, peligroso cariño o aséptica distancia, control autoritario o medidas flexibles, ningún experto podrá decirles qué cantidad de cada ingrediente debe llevar el guiso; tendrán que decidirlo ellos mismos, o suslegítimos representantes, como si fueran adultos y vivieran en un país libre.