La peste del olvido en Macondo

por Rafael Balanzá

Hace unos días recordaba en mi cuenta de Twitter un fascinante episodio de Cien años de soledad, de García Márquez. Se trata de una epidemia que azota a Macondo, la peste del insomnio, y que siguiendo la bella e inconcusa lógica onírica que atraviesa todo el libro degenera en un mal, si cabe, todavía peor: un terrible y generalizado olvido. Llega el asunto a tal extremo que los habitantes de la aldea se ven obligados a colocar un letrero en la calle mayor para recordarse una verdad capital: “Dios existe”. Inmediatamente después de esta desgracia el narrador nos informa del regreso de Melquíades, el gitano chamarilero de las manos de gorrión, quien relata a José Arcadio Buendía su extraña e irónica peripecia: “Había estado en la muerte, en efecto, pero regresó porque no pudo soportar la soledad”. Magistral, la frase.

En estas últimas semanas todos hemos respirado en una atmósfera saturada por los numinosos efluvios que caracterizan al realismo mágico. Ponte detrás de la raya, no te acerques tanto al pescado. No puedes andar a esta hora, vuelve a tu casa. Entra levitando para no contaminar. ¡No toques nada! Necesitas tirar la basura, pero no te queda basura. ¿Qué vas a hacer ahora? Has visto a alguien en la azotea, aunque tú no estabas allí. Ponte la mascarilla, idiota. ¿Es que has perdido tu mascarilla? Creo que tienes fiebre. Vete a dormir. Estás soñando…

Y en el momento en que la epidemia ha dado muestras de aflojar el mordisco y los nubarrones del miedo se han disipado un poco, los boy and girl scouts de la política nacional han vuelto a echarse al monte, con sus mochilas cargadas de demagogia, entonando sus cánticos y agitando sus estandartes. Dicen los expertos que el confinamiento ha traído el insomnio a muchos hogares. Pero lo que promete hacer verdaderos estragos es el olvido. Una generación zangolotina y cuarentona quiere jugar a la Guerra Civil, porque saben que hubo una hace mucho tiempo, en la época de sus bisabuelos, siglo arriba, siglo abajo, e imaginan que fue divertido. A lo mejor tanto como esto de aplaudir en los balcones y cantar “Resistiré” hasta que el vecino se rinde, baja la persiana de su madriguera y admite que somos mucho más solidarios.

Creo que saldremos de esta. Parece haber sido un mero aviso, acerca de la cara B de la globalización y de la fragilidad de nuestro indestructible bienestar occidental. Pero el olvido…, eso sí es preocupante. El Madelman que preside el ejecutivo, coaligado con populistas, y el Airgam-Boy que aspira a sustituirlo, compinchado con populistas, son ambos muñecos de plástico, fabricados y embalados por las factorías de sus partidos,
pero curiosamente no parecen temer al fuego. Eso es porque no lo han probado. Han olvidado la historia, o no la han conocido nunca. Pertenecen, ellos y sus votantes, a una generación de lotófagos pusilánimes, abocados a imitar a perversos modelos del pasado, de los que apenas si tienen vagas referencias digitales; una generación criada en la más deprimente abundancia y ajena por completo a la verdadera noción de ejemplaridad, que se forja en el crisol de la voluntad y la asimilación de la propia mortalidad. Cuando me alcanzan las soflamas de los hunos y los hotros (los biznietos de aquellos a quienes Unamuno se refería así en los años 30) me asombra que el carrusel de la historia no se
canse de girar con su viejo y arrastrado soniquete de organillo. Todo vuelve y se repite, populismos, pandemias, sin la menor preocupación por un mínimo atisbo de ingenio o de originalidad. Oigo los aullidos de rabia en uno y otro bando, incluso entre amigos y familiares, y no veo muchas diferencias de intelecto o de espíritu; solamente de collares. Qué pocos (pienso) están donde están sólo por sus méritos; qué pocos se han ganado el derecho a la indignación. Y cuánto les gusta ladrarse. Cualquier día descubrirán la olvidada diversión del mordisco y la sangre de verdad.

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