Hace unos días saltó la noticia. Y desde entonces no ha dejado de saltar. Diversas eminencias económicas, varones clarividentes y vociferantes profetas de la obviedad han bajado chillando del monte Sinaí, con tablas de la ley irrompibles (fabricadas en polietileno) para anunciar a las nuevas generaciones que, además de haberse incorporado tarde y mal al mercado de trabajo, después de estudiar en vano masters y postmasters y ultramasters, para acabar de reponedores o repartidores de publicidad, resulta que deberán jubilarse a los 70 años, como mínimo.
Esto me aboca a una recurrente cuestión teórica sobre el devenir histórico y sus ciclos. Una cita ineludible en este caso es la muy conocida de Marx: la historia duplica los acontecimientos; la primera vez tienen lugar como tragedia y la segunda como farsa. Es posible. Entonces a nosotros nos ha tocado la farsa. Menos mal. El que no se consuela es porque no quiere.
En todo caso, parece evidente que hay generaciones a las que les es dado disfrutar de un progreso sostenido de su país (desarrollo económico, integración en Europa, transición a la democracia…) y, como premio final, gozar de una jubilación de oro casi en la juventud, o al menos en la otoñal plenitud de la vida.
A otras les tocan tiempos de desilusión, de frustración, de semiesclavitud, y una jubilación miserable en la cuarta edad para los supervivientes.
Y también podríamos meditar sobre la suerte de las distintas promociones de escritores. Hay algunas a las que se les concedió disfrutar de un mercado editorial en expansión, del prestigio y la influencia asociados a la práctica de la “literatura seria”, así como de abundancia de colaboraciones bien remuneradas en prensa. A otras, en cambio, les cae encima la crisis, el pirateo y la oligofrenia digital.
Sin embargo, no hay razón para quejarse de nada. Al menos yo no me quejo. Sobre todo cuando pienso, por ejemplo, en la generación de rusos a la que se le obsequió con el zarismo, la Revolución de Octubre, dos guerras mundiales y, de premio complementario, las purgas de Stalin. O volviendo a la esfera literaria, cuando recuerdo el destino cruel de García Lorca, quien se quedó en España –tal vez a causa de un guapo muchacho al que había conocido en Albacete-, incluso después de que Buñuel le advirtiera sombríamente: “Quédate en Madrid, Federico, olvídate de ir a Granada, se están fraguando auténticos horrores”. O cuando medito sobre el destino de autores a los que admiro y que vivieron únicamente para sufrir y escribir, como Kafka, Poe o Robert Walser, entre muchos otros. ¿Qué derecho tendría a poner el grito en el cielo quien disfruta de cierta comodidad que le permite bromear, con ironías de patricio, sobre sus propias frustraciones? No, amigos… no hay que dejar de sonreír nunca, nunca. Aunque sea como Yorick le sonríe a Hamlet.