La virtud perdida de occidente

por Rafael Balanzá

Algunos venimos lamentando desde hace tiempo que Occidente haya dejado de creer en sí mismo. Los atentados de París han puesto en carne viva este problema, casi más grave que el propio desafío de los terroristas. Hemos desechado la idea judeocristiana de virtud, pero también la del mundo antiguo, la de Grecia y Roma, aquella que estaba etimológicamente conectada con virilidad. Algo de esto denunciaba el recientemente fallecido André Glucksmann en su libro “Occidente contra Occidente”. Más allá de exageraciones, como la de Pérez Reverte cargando en las redes sociales contra los Kalashnikov a manos desnudas –tal vez envuelto en su escroto a modo de chaleco antibalas-, no cabe duda de que Europa es débil, por mucho que se cante la Marsellesa en los estadios. Para creer que Occidente languidece no hace falta estar muy intoxicado por Spengler, basta hacer algo de zapping un viernes por la noche. Y la cuestión religiosa es insoslayable para entender la guerra que nos han declarado.

El judaísmo era, y es, una religión de resistencia. Resistencia, aliados con Yahvé, único y verdadero Dios, contra los pueblos enemigos. Y resistencia del creyente contra el mismísimo Dios. Recordemos a Job pidiéndole cuentas al torbellino por el mal del mundo, y la respuesta brutal, sarcástica del Todopoderoso: “Y al Leviatán, ¿le pescarás tú a anzuelo? ¿Harás pasar por su nariz un junco?”

El cristianismo, por el contrario, es una religión de entrega. Entrega al prójimo, incluso al enemigo. Y mediante ese sacrificio total, entrega absoluta a Dios. Le dije una vez a Houellebecq que los valores cristianos de libertad, amor y justicia, secularizados, son los de la Revolución francesa. Él no estaba de acuerdo. Entonces se proclamaba ateo, ahora admite que está abierto a la duda, incluso a la esperanza, al menos durante el rato que dura una misa de difuntos.

El Islam no es tanto “una religión para gilipollas” –como dijo Michel hace unos años- cuanto una religión para combatientes. No es una fe de resistencia ni de entrega, sino una religión a caballo desde su misma fundación, un credo para fuertes, de conquista y exterminio del infiel. Quizá por eso entusiasmaba a Nietzsche, quien le dedicó sonoros elogios en la sección 60 de “El Anticristo”:

“El cristianismo nos arrebató la cosecha de la cultura antigua, más tarde volvió a arrebatarnos la cosecha de la cultura islámica. El prodigioso mundo de la cultura mora en España, que en el fondo es más afín a nosotros que Roma y que Grecia. (…) Guerra sin cuartel a Roma, paz, amistad con el Islam: así sintió el genio entre los emperadores alemanes, Federico II. (…) Yo no comprendo cómo un alemán ha podido tener alguna vez sentimientos cristianos.”
 
Himmler probablemente había tomado muy buena nota de este párrafo cuando dio la orden de fundar la 13ª División de montaña SS Handschar con voluntarios musulmanes de Croacia y Bosnia-Herzegovina en 1943.

Esto no significa que el Islam sea incompatible con la paz o la bondad, por supuesto, porque al final la ley de Alá –el Dios único y eterno de las tres religiones del Libro, en el que la mayoría de nosotros apenas somos ya capaces de creer- está escrita, como entendió Kant, en el corazón de todos los hombres. Así que la opción de aceptarla o rechazarla es siempre personal. Sin embargo, es indudable que los yihadistas matan en nombre de una religión. Enfrentarnos a ellos sin fe cristiana ni virtud pagana, protegidos únicamente por el escudo de papel de nuestro cínico escepticismo, no parece la mejor perspectiva. Deberíamos encontrar algo en lo que creer, y rápido.

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