La vulgar divulgación

por Rafael Balanzá

Hablábamos en algún post reciente de las yincanas literarias, una modalidad de animación a la lectura muy en boga. Pero no es la única estrategia para la divulgación o la popularización del conocimiento, la literatura y el arte. En realidad, se trata de una tendencia muy generalizada. “Hacer fácil y popular lo presuntamente complejo y elitista”, tal podría ser la divisa de los divulgadores del mundo, un verdadero ejército de apretadas filas, animado por una implacable voluntad de conquista –de las masas, se entiende- digna de las legiones romanas en tiempos de César.

Un par de veces me he detenido cinco o diez minutos en cierto programa de televisión supuestamente destinado a la divulgación científica; aunque en este caso habría que hablar más bien de “curiosidades científicas” que de verdadera ciencia, para ser exactos. Hay más de teatro de variedades que de auténtica pedagogía sobre la investigación y sus vastos horizontes en dicho espacio. Algunos dirán que mejor eso que nada. Un argumento indiscutible, desde luego, aunque también podría servir de mantra de consolación para un preso de Siberia alimentado con gachas. Y en el mismo canal podemos encontrar un programa dedicado a los libros que parece un híbrido de la sección de menaje del Corte Inglés y el club Disney. Esto es lo que tenemos hoy día. Aquel programa que dirigió durante unos años el periodista Eduardo Sotillos y que se llamaba El nuevo espectador, nos conmueve ahora por el añejo candor de su esperanzado título, el cual parecía augurarnos la inminente eclosión de un verdadero Hombre Nuevo (culto, crítico, inteligente) con la consolidación de la democracia: el Homo Democráticus. Mirando hoy alrededor, se nos caen los palos del sombrajo.

Impensables serían también en estos tiempos, me parece, otros espacios culturales de radio o de televisión, como La Clave de Balbín, Polvo de estrellas de Pumares o incluso el no tan lejano Qué grande es el cine de José Luis Garci.

Y ya que hablamos de divulgación, quiero recordar aquí a Eduardo Punset, de cuyo programa Redes fui espectador ocasional. Hay que elogiar su trayectoria como divulgador televisivo, ya que se esforzó en ponernos en contacto con los más relevantes investigadores del mundo en cada campo. Dejaremos a un lado su faceta como autor de libros de autoayuda, una franquicia heredada por su hija, circunstancia comprensible cuando se trata de las puertas giratorias de la popularidad televisiva. Con el debido respeto (y el obligado pésame) hay que señalar, sin embargo, que Eduardo Punset, más allá de su bufado pelo einsteniano, no fue un autor digno de mención por la relevancia de su propia obra. No era un experto ni en ciencia ni en humanidades. Era más bien, como ya hemos apuntado, un divulgador animado por un irreductible espíritu cientificista; aunque es justo admitir que supo desempeñar con donaire su oportuno papel en un país que despertaba del pesado letargo dictatorial, represivo y oscurantista, que lo había mantenido alejado de las luces de la razón durante cuarenta años.

No quiero despedir este post sin rendir un más que merecido homenaje a un intelectual, un profesor que podría inscribirse también en la categoría de divulgador científico, aunque mucho menos conocido. En este caso sí se trata de un investigador de altísimo nivel, en centros punteros, y catedrático de física cuántica en la universidad Complutense durante muchos años. Además, también es un humanista de gran talla que ha demostrado poseer un conocimiento profundo y sutil de la filosofía y de la historia, presentado mediante una prosa admirable. Teniendo en cuenta su edad, quiero rendirle este tributo antes de que sea demasiado tarde, ya que uno de sus ensayos, Los científicos y Dios, fue una lectura de capital importancia para mí. Me refiero al físico y ensayista Antonio Fernández Rañada.

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