Las metamorfosis

por Rafael Balanzá

No hace mucho le profeticé a mi editora, durante un almuerzo en Madrid, que antes de que transcurrieran muchas lunas ellos, los editores, podrían prescindir de nosotros, sus autores. “Os vais a filología o a ciencias de la información (de este pomposo nombre de la titulación se reía mi padre, periodista de altos vuelos, sin master, como casi ya no quedan) reclutáis a varios estudiantes desocupados para que hagan de redactores pagándoles con dinero del Monopoly y, por otro lado, a un escritor necesitado de los que tanto abundan, para que os pergeñe el esquema de la historia por cuatro céntimos… Y lo hacéis así, en plan cadena de montaje. Ahora un detective transexual que se salió de monja pero que sigue rezando el rosario cuando pasa por los corredores oscuros de los locales de ambiente; ahora una de vampiros en la España de Espoz y Mina; ahora una de aventuras con moraleja ecológica… Así os ahorráis para siempre los puñeteros anticipos.” Ella me miró con sus inteligentes ojos morunos y se limitó a sonreír con encanto, como si dijera “Vale, ya lo pillo…, pero sé que bromeas”. Pues no bromeaba. Y lo demuestra el hecho de que ese día parece haber llegado.

El último premio Nadal, según veo en la prensa, lo ha ganado un editor mutante. Quiero decir, uno que era editor y ha mutado en autor, no sé si a lo largo de un proceso lento como el Hombre Mosca o de golpe y porrazo como Bruce Banner. Ya sé que no es nuevo este tipo de salto al ruedo y que hay precedentes muy ilustres. Lo cierto es que carezco de base para negar los méritos literarios de este señor o para desmentir que se trate de un caso de genuina vocación, pero circula una versión apócrifa sobre el suceso, de una tal Margaret, que me ha impresionado. Cuenta que el ganador del premio se encontraba una tarde ante el espejo de su cuarto de baño. Presa de una profunda crisis de identidad, no dejaba de preguntarse qué quería ser de mayor. De golpe, se vio convertido –bromas del Hado que gobierna el humano destino- en un oso panda con una pipa en la boca y un chubasquero rosa. “Pero… ¡No! –exclamó con la comprensible desesperación- ¡Esto no era!” Y de inmediato el chubasquero, la pipa y el aspecto de oso desaparecieron como por ensalmo. Entonces una golondrina (macho) que había entrado por la ventana de la cocina se posó en su hombro derecho y le dijo con la voz del difunto y añorado Constantino Romero: “Ahora tú… ya eres escritor”.

Merezca o no crédito tan pintoresco relato, la cuestión es que la transformación de los editores en escritores era una consecuencia ineluctable de la dinámica de esta época. O sea, algo que se veía venir. De todas formas, que la mayoría de los premios literarios de alto nivel sean casos flagrantes de corrupción, que algunas editoriales funcionen como sectas, que ciertos críticos ejerzan como auténticos mamporreros de los intereses creados, que en las universidades, en los medios de comunicación e incluso en los despachos de las multinacionales se generen sedicentes escritores con la industrial eficacia de las granjas de pollos o de los criaderos de cobayas para laboratorios, mientras la literatura digna de ese nombre agoniza y se extingue, todo esto no le importa a nadie. Resulta en verdad insignificante, cuando es la propia civilización occidental la que se está derrumbando. De hecho, al igual que la corrupción política, se trata de un fruto espurio de la democracia. En general, por triste que sea, la gente tiene la política que merece, la literatura que merece y –salvo muy trágicas y contadas excepciones- la pareja y los hijos que merece. Para cambiar las cosas no hace falta cambiar de gobierno o votar un partido populista. Solo hay que creer en un ideal y esforzarse cada día en aproximarse a él un poco. ¿Pero qué digo? ¿Esforzarse? ¿Ideal? ¿Estaré perdiendo la cabeza? ¡Horreur! ¡Creo que me estoy transformando en editor!

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