Un trágico accidente deja a Aurora en coma. Marta, su madre, debe enfrentarse a la situación e impedir que la inercia se adueñe de sus vidas. «Hay que esperar», dicen los médicos; la respuesta le parece a Marta obscena, pero debe rendirse a la realidad impuesta. Y Marta inicia un camino imprevisible. Besa la frente de Aurora y se sienta junto a ella; toma sus manos y, mientras las acaricia, comienza a hablar de su vida. Quiere que las palabras despierten la conciencia de su hija.
Lourdes Ortiz afirma en el prólogo sobre esta obra: «Jugar con las palabras, la palabra como regeneradora y dadora de vida. Este es el hermoso y logrado propósito de esta novela, que nos cuenta el intento desesperado de una madre ante la situación de su hija. Es con la palabra cómo la madre intentará salvarla, con ese largo relato que ella va componiendo día tras día para crear un estímulo, que sirva para despertar el cerebro dormido de la hija. Con paciencia, ella se convierte así en narradora y la narración es al mismo tiempo para ella es un modo de enfrentarse a su propia vida, para construir una biografía, una especie de cuento en el que se van insertando recuerdos y anécdotas del pasado y de ese modo, al tiempo que habla en voz alta para los oídos cerrados de su hija, se va descubriendo a sí misma».
Al fin, el regreso de Aurora se produce y con él llega el recuerdo de Alberto, el padre ausente, el eterno viajero. El contador de aventuras que envuelve con palabras a su hija sigue indemne en el recuerdo de Aurora. ¿Qué hacer para que la hija destierre la imagen que se ha forjado del padre?, se pregunta Marta. ¿Cómo decirle que no vendrá? Es inútil, porque en la memoria de la hija persiste una realidad que no quiere ser desvelada. Y Alberto se alza entre madre e hija como muralla; un muro que sólo la verdad puede derribar. Pero existe un enigma que Marta debe descubrir; un enigma que encubre una gran cobardía.