Hace unos días se me estropeó el móvil. Amelia y yo acudimos a la tienda que tiene Vodafone en el centro comercial Atalayas. Estuvimos hablando un rato con una resuelta y simpática veinteañera que no tuvo inconveniente en comentarnos su horario laboral: de 10 a 14 y de 17 a 20, incluidos los sábados, por un sueldo miserable, claro. Así no puede seguir formándose. Y si permanece en la empresa, aunque escale, acabará en el psiquiatra. Ni soñar con ser madre. Y contenta, porque tiene trabajo. Resulta que en medio de la refriega ideológica a ningún político se le ocurre apostar en serio por una racionalización de los horarios. Se dedican a la política ficción.
Oigo decir en televisión a Íñigo Errejón que le parece que ellos, los parlamentarios, están viviendo en una especie de burbuja, aislados de los problemas reales de la gente; tales como la precaria salud mental de la ciudadanía, muy castigada por la pandemia. (Todos recordamos, supongo, el lance de la ingeniosa intervención de una lumbrera del PP invitándole a visitar a su médico.) Creo que acierta mucho Errejón en lo de la burbuja, y hasta podría habernos hablado de un Matrix político y mediático. Voy un momento al aljibe a por un cubo de agua fresca, a ver si consigo que alguien abra los ojos a la realidad circundante.
Límite por la izquierda. En ningún país del mundo se sigue ya rigurosamente la receta del marxismo; ni siquiera en Cuba; y mucho menos en China, una dictadura antiliberal que propugna un capitalismo intervenido y estatalista. Límite por la derecha. Nadie que aspire a ganar las elecciones en España puede proponer, por ejemplo, el desmantelamiento de la sanidad pública. La estructura básica del estado del bienestar es intocable, incluso para los votantes de la derecha. Límite por dimensión. España es un país insignificante, sujeto a directivas europeas y a dinámicas transnacionales. En términos de PIB, la economía número 16 del mundo. En cuanto a demografía, 1/7 de USA, 1/30 de China o India, un 1/2 de Alemania. En consecuencia, con perspectiva histórica, el margen para la actuación política se ha estrechado enormemente.
Leo que el historiador Roberto Villa García ha publicado un libro titulado “1917, el estado catalán y el soviet español”. No recuerdo exactamente cuál fue la posición de Unamuno durante aquella crisis, así que recupero de mi biblioteca la biografía de Colette y Jean-Claude Rabaté, para constatar -sin demasiada sorpresa- que don Miguel apoyó con notable entusiasmo la causa obrerista durante aquel dramático verano. En realidad, su vinculación con el PSOE fue más duradera de lo que suele suponerse y sus relaciones con algunos dirigentes del partido (Luis Araquistáin, Indalecio Prieto) muy estrechas hasta bien entrados los años veinte. En 1923 intenta aún influir en la organización para apartarla del camino sindicalista-revolucionario y orientarla hacia posiciones liberales. En tiempos de Unamuno había hambre real en muchos lugares de España, en Rusia estallaba la revolución y en el interior de la bota italiana empezaba a apestar la gangrena fascista. El PSOE no apostataría del marxismo hasta 1979. Ese era el contexto histórico. La ideología, entonces, contaba de verdad; la política chorreaba sangre. Y Unamuno vivía, como don Quijote, entre la locura y la razón.