Los de Dostoievski, por supuesto. Uno de los ochomiles de la novela rusa y universal del siglo XIX, sin ninguna duda. Entre él y Tolstoi agavillan más de la mitad de esas cimas insuperables. Si nos preguntamos hoy por qué un joven europeo de clase media-alta, copiloto de aviación comercial, disciplinado deportista y conductor de un Audi, decide convertir un Airbus cargado de pasajeros en una espantosa instalación de arte necrófilo en una ladera de los Alpes, yo no puedo dejar de poner el foco de la memoria en este gran libro de Dostoievski. También se acordaba del mago ruso André Glucksmann hace unos años, a propósito del 11-S de Nueva York, 2001, aquella odisea del horror.
El objetivo principal de la munición de Dostoievski en su narrativa, su blanco predilecto –por ejemplo, en “El hombre del subsuelo”-, son los cientificistas hijos de la Ilustración, utilitaristas ateos, materialistas, como se los solía llamar cuando se creía saber lo que era la materia, o estúpidos del sentimiento según los definiría más tarde Unamuno. Uno de ellos era el ruso Chernishevski, heredero filosófico de Feuerbach, pero hubo muchos en Europa que pensaron más o menos lo mismo. A saber: que el hombre era una criatura innatamente bondadosa y reductible a la razón, que una vez instruido sobre cuáles eran sus auténticos intereses y con ayuda de la ciencia lograría construir una sociedad perfecta. Parece que últimamente el fuego cruzado del yihadismo fanático y de los nihilistas y fascistas de tercera y de cuarta generación (pensemos en lo que hizo el noruego Anders Breivik en 2011) viene a recordarle a la incrédula y lotófaga Europa lo lejos que se encuentra aún de su dorada utopía científica.
En “Los demonios” Kirillov pretende que su suicidio sea un acto de liberación, una especie de redención invertida, contraria a la de Cristo en el Gólgota. Quiere consumar un gesto de libertad suprema que afirme y confirme el poder de la voluntad del hombre, su plena capacidad de autodeterminación. Quiere, en definitiva, convertir al hombre en Dios. No sabemos lo que pudo pasar en el cerebro de Andreas Lubitz cuando sobrevolaba los Alpes un limpio día de finales de marzo, pero nos aterroriza que sus intenciones pudieran haber escapado al control de técnicos y psicólogos. Nos da miedo pensar en la libertad. Los beligerantes progresistas de nuestras sociedades llevan decenios luchando por libertades concretas. Pero la Libertad…, así, con mayúscula y en singular, eso realmente nos acojona, porque puede ser la salvaje libertad de negarlo todo. Se puede matar y morir en nombre de Dios, pero también en nombre de la Nada. Se puede matar y morir por la Humanidad o contra la humanidad. Incluso se puede matar y morir como un acto final de odio y rechazo a todo: a la vida y al universo, esa execrable broma. Y eso es humano, por muy terrible que nos parezca.
Los que pretendían superar al hombre, haciéndolo más o menos de lo que es, hasta el momento han fracasado. Houellebecq, que lleva años escarbando, a conciencia y con maestría, en los rincones de la jaula de oro para sacar toda la mierda que los pajaritos rijosos no quieren ver, parece haber llegado recientemente a la conclusión de que, por encima del resultado de cualquier razonable test psicológico, lo más humano es justamente aquello que quería Calígula en la obra de Camus: algo que no sea de este mundo. “La Ilustración –ha dicho Houellebecq- no puede producir más que infelicidad, de modo que sí, soy hostil a la filosofía de las Luces”. Me bebí una botella de vino con él cuando todavía era ateo. Ahora es agnóstico. El vino obra milagros. Yo también lo soy: un agnóstico horrorizado. Como diría Buñuel, gracias a Dios.