Hace más de dos años que no recibo la atención de medio de comunicación alguno. He dejado pasar un par de ofertas de colaboración, en alguna radio, en algún periódico… Únicamente me he reservado esta ventanita en Internet, que sé que puedo calificar de modesta sin que los promotores de la web se ofendan. Y ojo: no es que no tenga este portal un alcance considerable. Lo tiene, como sabéis, incluso al otro lado de la mar océana. (Saludos, por cierto, a los lectores del Nuevo-viejo Mundo, y mucho ánimo a nuestros amigos venezolanos, piensen como piensen, si es que les queda suficiente glucosa en la sangre como para pensar algo.) Sí…, me gusta este lugar porque es uno de los últimos foros de debate abierto, un numantino reducto de libertad.
Dos años de ausencia, decía. Y estoy tranquilo de verdad. Es una buena distancia, cronológica y emocional, para contemplar con calma el inmundo panorama. Veo a colegas frenéticos por publicitar sus obras y pienso: Bueno…, también tú te hiciste notar como pudiste con El Kraken, también tú mendigaste algo de atención para tu primer libro… ¿no te acuerdas? Y sin embargo, más allá de estas conmiserativas y comprensivas palabras, no puedo evitar que el patético cuadro de escritores autopromocionados, capaces de montar en monociclo con una cuchara en la boca y un huevo en la cuchara para que los inviten al festival h o al festival j, me recuerde la escena dantesca que se producía en la cocina de mi casa cuando mi madre purgaba caracoles: por allí va uno que se escapa, azulejos arriba. ¿A dónde quieres llegar, intrépido gasterópodo? ¡A la olla, hombre, a la olla con los demás…!
Ya sabéis: hoy te presento yo, mañana me presentas tú. Qué bueno es tu libro. El tuyo sí que es bueno. ¡Genio! ¡Guapo! ¡Gracioso! ¡Figura! Vamos a por el 69, que el público nos jalea… Todo eso. Editoriales-secta, pesebres con filas interminables de pastorcillos que van a adorar al editor, plácidamente adormilado entre el simpático buey y el cachondo burrito. Críticos que se arrancan la camisa, como Clark Kent en la cabina telefónica, y se convierten en vitoreados autores. Periodistas que se lanzan a la arena como espontáneos en la corrida del pueblo… Y me viene a la mente un título brillante y premonitorio: “También esto pasará”. Sonrío y me arrebujo en mi soledad orgullosa, ante la mirada espantada de Beckett y el torvo gesto de Chateaubriand. Ni con Arrabal me escribo, desde que le oí aquella invectiva contra Unamuno que me pareció injusta y sañuda, por mucho que el energúmeno español se equivocara al final de su vida. Probablemente FA ni se acuerda. De mí, quiero decir. Pero no me preocupa, viejo, admirable sátrapa, tú sabes mejor que nadie que la meta es el olvido.
Desconocía el texto de Bolaño “Los mitos de Cthulhu”, pieza incorporada en “El gaucho insufrible”, hasta que Pablo me lo indicó. Brillante, por supuesto. Bolaño será, probablemente, de los pocos que queden de esta época. Y sin embargo, entre los ingeniosos dardos que dispara con su cerbatana contra tirios y troyanos (tiene para todos, de Pérez Reverte a Sánchez Dragó, de Conte a Cela…) detecta mi pituitaria un desagradable tufillo inquisitorial, algo que lo emparienta con los gigantes del Siglo de Oro: “La literatura, la de verdad, soy yo, y no tú que tienes más éxito porque la gente es idiota”. De esta clase de mezquindad no fue inocente ni el propio Cervantes, que no pudo perdonarle su éxito popular a Lope de Vega. El mejor antídoto que se me ocurre contra ella es, precisamente, algo que dice Sancho en un capítulo de El Quijote: “Y cada puta hile…” Exacto: callar e hilar. Es lo que concluyo en mi provisional y estoico retiro; antes de regresar –ya que de putas hablamos- al burdel. Para cometer allí los mismos pecados que todos los demás.
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