Los raros

por Rafael Balanzá

No es fácil, la verdad, escribir este post en mi actual estado de melancólica resignación; pero tengo un sucedido reciente de casa al que creo que le puedo sacar algún partido. Al final de la pasada campaña electoral D, mi hijo de 11 años, me hizo por fin la pregunta del millón. “Papá, ¿y tú a quién vas a votar?” Mi respuesta, que en realidad él ya conocía, no por eso le resultó menos decepcionante: “Me parece que no voy a votar a nadie…” Pero D no se rinde fácilmente, y con el mismo tesón que le permite construir con el Minecraft helicópteros de piedra (se mosquea mucho cuando me aventuro a señalar lo inadecuado del material), volvió enseguida a la carga para apretarme un poco más la tuerca: “Ya…, pero si te obligaran a elegir a uno…, si te obligaran, ¿entonces a cuál preferirías?” Viéndolo venir y calibrando su tenacidad, opté por darle una respuesta exagerada y truculenta que lo dejara, si no del todo satisfecho, por lo menos en un relativo estado de shock que a mí me proporcionara un respiro. “Pues mira…, si me obligaran a votar a uno yo creo que antes me suicidaría”. Una mueca de disgusto torció sus labios, pero al mismo tiempo un fulgor sádico destelló en sus pupilas preadolescentes. “Vale… pero si no tienes pistola, ni cuchillo, ni cuerda… ni nada para suicidarte, entonces qué. Dime a quién prefieres. O dime quién crees tú que es menos malo”. Claro que si D es un cabezota, tiene a quién parecerse; esos genes no han nacido con él: “Me suicidaría aguantando la respiración… según ciertas crónicas, parece que algunos samuráis lo conseguían.”

Aquí ya su indignación alcanzó proporciones mosaicas. Si yo me negaba a ofrecerle la respuesta que andaba buscando, él encontraría el modo de extraerla de mi interior. “No me creo que no pienses que alguno es un poco menos malo que los otros… Con algún partido estarás un poquito más de acuerdo que con los demás.” No había escapatoria, estaba claro. “Mira… -dije suspirando y bajando los párpados-, verás…, te podría decir quién creo yo que me conviene que gane pensando en el dinero, en la economía, pero eso me parece mezquino, es decir: una cosa fea y miserable. Por otro lado, también te podría decir qué partidos están algo más cerca de mis ideales y de mi sentido de la justicia, pero resulta que mis ideales y mi sentido de la justicia van bastante por libre, así que sería como explicarte de qué estrella de la galaxia de Andrómeda me encuentro un poco más cerca…”

Ahora sí, lo había logrado. Parecía que D por fin se desanimaba: “Jo…, qué raro eres, papá. Todo el mundo va con alguien menos tú.” Y en ese momento se me encendió la luz alógena del córtex, y recordé “La novela luminosa” de Mario Levrero en cuyas páginas bogo con innegable placer estos días. Levrero es un autor capaz de hacer hermosa, hilarante y sabia literatura divagando durante páginas y páginas sobre una paloma muerta en una azotea próxima a su apartamento de Montevideo. Un autor del así llamado grupo de los raros. Pensé que D merecía un pequeño premio de consolación. “Mira…, si quieres te digo con quién voy yo de verdad, quiénes son los míos…” Se le iluminó la cara, por supuesto. “Pues precisamente los que has dicho tú. Los raros, hijo…, los míos son los raros”.

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