Madre!

por Rafael Balanzá

Llevo tiempo queriendo escribir sobre la película de Aronofsky, Mother! (2017) y ahora, con el demonio de la promoción clavándome el tridente en el culo (por no decir algo más procaz) me decido por fin a hacerlo. Y es que la película es un caos. Un verdadero caos, semejante al que estoy viviendo yo ahora y no muy distinto del que engulle al protagonista de mi novela recién publicada Los dioses carnívoros. Cierto grado de autobombo forma parte del trato:

Para los que no la hayáis visto, la peli empieza con un matrimonio que vive en una casa apartada, en la campiña. Él es escritor y ella está embarazada. Todo casi normal, al principio. Hasta que empieza a llegar gente a la casa. Y esto, la invasión de los extraños, aproxima la película a muchas que me entusiasman. Por ejemplo, a La reina anónima de Gonzalo Suárez y, en cierto modo, a La semilla del diablo y El quimérico inquilino de Polanski. No hay forma de echarlos. A los invasores, digo. Y no añado nada más, para no caer en spoiler.

El fondo del la película es gnóstico. Esto sí voy a contarlo, porque no creo destripar irremediablemente con ello el argumento. Dios no es bueno, para que nos entendamos. Ya sabéis todos lo que pensaban de Dios, por ejemplo, los Basilidianos. Una sospecha esta que late siempre en mi propia obra y que estaba explícitamente formulada, por un personaje, Juan Cáceres, al final de Los asesinos lentos

No es una película lograda, la de Aronofsky sino más bien fallida, creo. Le sobra la última hora casi completa, un crescendo en plan Bolero de Ravel que logra sacar de quicio y/o aburrir al espectador. Sin embargo, sigo considerando a Aronofsky uno de los mejores directores de su (nuestra: nació en 1969, como Bardem y como yo mismo) generación. Sobre todo por The Wrestler (2008), ¿la habéis visto? 

Obra maestra, sin discusión. Bueno…, voy a lo que voy, y me dejo de milongas. El caso es que habitualmente vivo apartado, demasiado cómodamente perdido en un pueblo de la huerta de Murcia, entre caballones de tierra dócil y sonrientes limoneros, arbolitos alegres, cargados de pepitas de oro, que me saludan desde lejos con su tintineo infantil, cuando voy andando y silbando a paso rápido por los carriles más apartados. Lejos del mundo. Lejos del puerco mundo. Lejos del sucio y asqueroso mundo que está siempre preparado para atraparme de nuevo, con su zarpa de uñas sucias, y estrujarme el cuello. Envidia. Rencor –el tema de mi novela, precisamente-. Las viejas reglas del juego –el que no llora, no mama, si no lames mi mano no te pongo, o te quito, aunque tengas mérito-, todo eso… Tan conocido, tan aburrido. Y el permanente recuerdo implícito de que yo no soy mucho mejor que lo que me rodea, que lo que me atosiga y me encocora. Recuerdo ahora el lema que emocionaba a Valle Inclán: Despreciar a los demás, no amarse a sí mismo. Amén. 

Y que Dios se perdone. Y de paso, nos perdone a nosotros.  

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