Melancholia

por Rafael Balanzá

Es el título de una película de Lars von Trier. De hecho, ahora que lo pienso, tal vez la única de él que realmente me ha gustado. Cabe resumir así la idea central de esta elegante y triste alegoría cinematográfica: se trata de un planeta llamado Melancholia que se nos echa encima a los humanos sin que los científicos acierten a impedirlo o, siquiera, a explicarlo. En cierto momento da la impresión de que va a pasar de largo sin dañar a la tierra, pero esa esperanza resulta finalmente ilusoria. Nadie podrá escapar de Melacholia, una hermosa mole esférica que ocupa casi todo el cielo de la pantalla en el último tramo de la película, y que recuerda a aquellas obsesionantes y gigantescas manzanas que pintaba René Magritte.

La melancolía, qué duda cabe, es un sentimiento eminentemente literario. No ya solo porque sea un buen tema, sino porque tiñe inevitablemente con su cárdeno resplandor la práctica misma de la literatura y a menudo, por extensión, la propia vida de los autores. Preguntas cómo qué quedará de nuestros libros cuando nosotros ya no estemos en el grosero y ruidoso escenario del mundo, provocan inevitablemente el sentimiento que da título a este post. Recuerdo ahora que Flaubert se encolerizaba ante la perspectiva de que su obra pudiera alcanzar la inmortalidad mientras que él se estaría descomponiendo bajo tierra. Puedo entender esa frustración. La inmortalidad artística solo consuela a los idiotas.

Además, estos que vivimos son tiempos especialmente melancólicos para quienes nos dedicamos a escribir. Recientemente leíamos que Ángeles Caso reconoce (con valentía, me parece) que lo de vivir de la literatura se acabó para ella. Y hay muchas otras situaciones semejantes. Por no hablar de la incómoda sospecha de que todo lo importante está ya escrito, y que será muy difícil dejar a la cada vez más displicente y oligofrénica posteridad algo que ella, en su tedio infinito, estime digno de ser recordado.

De modo que el balance es bastante desalentador: si cada vez encontramos más dificultades para rentabilizar económicamente nuestro esfuerzo, y por otra parte nos aflige la clara noción de que el resultado de tanto trabajo nunca será comparable a las obras que nosotros admiramos, ¿cuál es la razón para continuar escribiendo? Solo se me ocurre una, y es, desde luego, plenamente absurda: la vocación. Supongo que, en esencia, se trata del mismo impulso que lleva al alpinista a morir desangrado en la arista de la montaña o congelado en el implacable glaciar, o al surfista a desafiar la ola en la que acecha el jaquetón que le tiende su carnívora emboscada.

El hecho, sorprendente, es que sigue habiendo mucha gente que parece haber nacido para escribir, aunque esto hoy sea más que nunca una maldición burlesca. Algunos han racionalizado esa morbosa tendencia (un saludo desde aquí a mi amigo el excelente redactor Roger García) para adaptarse a los tiempos. Otros simplemente empujan ladera arriba, junto a Sísifo, un gran pedrusco llamado melancolía.

Más por Conocer. Apre(h)ender al autor. Rosa Lentini

Más por Conocer. Apre(h)ender al autor. Rosana Acquaroni

Conocer al Autor República Dominicana

Dequevalapeli