Modernidad y otras antigüedades (1)

por Rafael Balanzá

No. No me molesta en absoluto, querida Cristina, tu opinión sobre mi novela Los dioses carnívoros; como espero que no te moleste a ti que responda a tu email a través de un post, aunque no sea un procedimiento muy ortodoxo.

Tienes razón en que mi primer libro, Crímenes triviales, podría considerarse una obra moderna, es decir, antigua o anticuada, como de 1930 más o menos, haciendo abstracción de algunos detalles contemporáneos. En aquel libro el influjo del (presunto) expresionismo de Kafka y del militante surrealismo de Buñuel era muy evidente, excepto en Dulces normandos, el cuento más convencional de los 5 que integran la obra y que refleja el episodio histórico de la muerte de Marat. Acepto que Los dioses carnívoros es, en cambio, una obra mainstream, adaptada al gusto actual. Si quieres, podemos decir que se trata de una novela posmoderna y en cierto modo -por eso mismo- un tanto convencional, algo muy perceptible en el hecho de que los sucesos aparentemente irracionales acaben teniendo una explicación lógica; pero no creo que esto suponga una merma grave de su relevancia o su valor artístico, si todavía cabe hablar de tales cosas hoy día. Intentaré explicarlo un poco mejor. 

Empecemos por lo general, antes de ir al caso concreto.

La construcción teórico-política que caracteriza a Occidente tras la Revolución Francesa es el binomio integrado por liberalismo y democracia: la democracia liberal. Aunque según Tocqueville y Stuart Mill se trataría más bien de una antinomia. El arte moderno ha sido, esencialmente, el reflejo de la lucha burguesa por llevar la libertad, la autonomía personal al límite de lo posible y, en el ámbito de la creación artística, incluso más allá, transformando la afirmación inicial en nihilismo, en negatividad auto-anuladora que deviene aporía. En 1934 Lukács fijó, sobre presupuestos marxistas, su posición en contra del movimiento expresionista, al que consideraba un subjetivismo extremo que llevaba al solipsismo. Ese discurso mereció una extensa y bien fundada réplica de Ernst Bloch 4 años más tarde. La mayor parte de los vanguardistas se consideraron enemigos de la burguesía, pero el hecho es que siempre fueron protegidos y sustentados por ella. Esto duró hasta que la incredulidad burguesa ante todo gran relato e, implícitamente, ante cualquier tipo de valor estético trascendente, e incluso en relación con el gran espejismo de la libertad, abocó a los artistas a la tiranía de la industria cultural. Lo último vale sobre todo para la música (pop, rock), para el cine y para la literatura en la posmodernidad. Por otra parte, en las artes plásticas la hoguera del vanguardismo ha seguido ardiendo hasta los rescoldos; lo que ha permitido a teóricos como Arthur Danto hablar del fin del arte.

Lo paradójico es que la crítica de Lukács contra el subjetivimo expresionista parece haber cundido en el mundo capitalista después del hundimiento del comunismo. Se diría que estamos ante el triunfo final de la democracia del mercado sobre el gran mito burgués de la conquista de la libertad. Es decir, los extremos se tocan: aquel subjetivismo que Lukács consideraba insano y peligroso para el edificio socialista (y que también había sido condenado desde el polo opuesto del arco político como arte decadente, aunque Goebbels condescendiera inicialmente al expresionismo alemán) es ahora proscrito, de facto, por una masa de consumidores de arte y ocio posmodernos que ya no creen en la excelencia de un arte crítico y minoritario, aquel que fue promovido y patrocinado por la burguesía ilustrada del siglo XX.          

Este es el escenario de nuestro drama. Pero, ¿hay que considerar necesariamente superior el arte que nace de una subjetividad radical? ¿Se puede hablar hoy de un segundo modernismo? ¿Han sido alguna vez libres los artistas? Dejo estas desafiantes preguntas para mi siguiente post.

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