Moliere y Fouché en el país de los tontos

por Rafael Balanzá

Os lo explico, desde luego, como siempre. Ya sabéis que en esta ventana de guillotina por la que me asomo, exponiendo mi propio cuello, todo título tiene su explicación. Lo de Molière es por “El enfermo imaginario”, ese clásico del teatro francés protagonizado por un hipocondríaco. ¿Y quién es el hipocondríaco en este post? Pues todos. Es decir: nuestro país. El país de los tontos. Y sigo explicándome. España no tiene ningún problema real; es como el enfermo imaginario. O sea, problemas tiene a montones, claro… pero son los problemas de la vida. Los que tienen todos los seres humanos, tomados de uno en uno o colectivamente, en todas las épocas. Lo que quiero decir es que no hay ninguna inminente amenaza para el país, como podría ser la quiebra del estado, una guerra civil o una crisis sanitaria imposible de solucionar…. España no tiene hoy esa clase de problemas extremos. Y entonces va y se inventa uno.

El país ha superado una pandemia que sin las vacunas –masivamente empleadas aquí- habría podido costarnos literalmente la vida a muchos de nosotros. La economía marcha razonablemente bien. El turismo despega, el paro baja y la inflación se contiene. En Cataluña, después de la intentona golpista, y tras la aplicación del famoso 155, podría haber surgido un movimiento masivo de desobediencia civil o incluso un grupo armado que atentara por todo el territorio nacional. Esto no es en absoluto inimaginable. Hay precedentes de sobra conocidos. Pero no ha ocurrido nada de esto. Los rebeldes catalanes están en la cárcel o huidos, y el independentismo baja en votos.

Lo que sucede es que muchas españolas y españoles son infelices, claro. Pero esto, repito, forma parte de lo que Wittgenstein llamaba “los problemas de la vida”. Camus lo dijo más claro: “Los hombres mueren y no son felices”. Sin embargo, la mayoría, estúpida hoy en nuestro país en mayor grado de lo que lo ha sido jamás en ninguna parte, intenta curarse esa clase de problemas mediante la política. Y por eso, en lugar de un tranquilo y sensato turno bipartidista nos inventamos populismos para retrasados mentales que complican la gobernación y hacen imposible una investidura. Los dos principales partidos comparten las líneas básicas del interés general. Plantean la misma reforma laboral y las mismas líneas rojas para los independentistas. Casi podrían gobernar juntos lo que se puede gobernar. Es decir, lo que nos deja gobernar Bruselas. Pero no. Hay que mantener el espectáculo de marionetas para que los dueños del guiñol (los medios de comunicación agonizantes) puedan pagar el cochambroso hostal plagado de chinches en el que pernoctan, con su botín, tras engañar a los niños de la ciudad.

Estoy leyendo estos días la fascinante biografía de Fouché firmada por Stefan Zweig. El político francés fue un maestro en sacar réditos de la estupidez ajena. Así, atravesó épocas y gobiernos, pasando de líder del terror a ministro del interior y jefe de la policía… Y luego, de socio de Napoleón a duque de Otranto, sin dejar nunca de entornar sus párpados soñolientos para escrutar mejor la necedad de sus paisanos. Tengo claro quién es el mejor aprendiz de Fouché entre los políticos actuales. El más dotado para la supervivencia… ¿Hace falta que os lo escriba?

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