Mortal sinceridad

por Rafael Balanzá

Un joven de mi pueblo, aspirante a escritor, que me conoce por la prensa desde que gané el Gijón y se declara admirador mío, me rogó que leyera uno de sus originales y le diera una opinión sincera. Así lo hice. Nos encontramos en un bar y aparecí sonriente con sus folios, encuadernados con espiral, bajo el brazo. “Me pediste una opinión sincera –le dije, propinándole una palmadita en el hombro-, pues ahí va. Verás…, en obras semejantes, lo normal es que los cuescos de una imaginación tan flatulenta como la tuya nos diviertan con su ruido y nos hagan olvidar la inconsistencia excrementicia de la estructura; pero en tu caso, por desgracia, ni siquiera el serrín de una prosa ordinaria logra encubrir el ridículo de ciertos pasajes pretenciosamente filosóficos. (Hice una pausa, para darle tiempo de asimilar mi juicio, y luego continué, tratando de no perder nunca la sonrisa). Lo mejor es que dejes de escribir, de verdad, pero si la pulsión es demasiado fuerte… (Aquí me detuve nuevamente, resoplé un poco). Si es demasiado fuerte…, bueno…, en nuestra cultura el suicidio está muy desprestigiado, sin embargo, en la cultura tradicional japonesa se ve como una salida honorable, incluso bella.”

Noté que estaba llorando. Le rodeé los hombros con un brazo y lo apreté contra mi pecho. “Entiendo que te conmueva mi gran sinceridad, pero no te molestes en agradecérmela. Si me quieres hacer un regalo esta próxima Navidad, basta con un detalle. No te gastes más de cien euros”. Tres días después su cuerpo apareció colgado de una higuera en la huerta. Usó su propio cinturón para ahorcarse. 

Por supuesto, esta historia es ficción. Yo, como cualquiera, soy muy capaz de practicar la mentira piadosa: “Está muy bien…, hombre, de verdad. Hay mucha imaginación aquí. Tal vez deberías aligerar un poco los pasajes filosóficos…, pero creo que debes seguir desarrollando este talento innato…” Sin esa clase de mentiras veniales, es cierto, la civilización no se sostendría. Desde Rousseau, durante todo el romanticismo y las vanguardias que lo sucedieron, se ha producido una exaltación desmedida de la sinceridad, de la autenticidad y la expresión desinhibida del carácter propio. Hay que decir que el germen de esa vocación “sincerista” -por así llamarla-, se encuentra en el cristianismo. La condena de la hipocresía es la más recurrente en el Nuevo Testamento, y tiene que ver con el crucial concepto de metanoia, el cambio de mentalidad que debe revelar la auténtica plenitud humana. “La verdad os hará libres”, leemos en Juan 8: 31. Dostoyevski escribió que si tuviera que elegir entre Cristo y la verdad elegiría a Cristo. Los románticos (panteístas como Schelling) hicieron exactamente lo contrario: renunciaron a Cristo, no a la verdad. Decir la verdad a toda costa se convirtió en divisa irrenunciable para muchos de ellos. Y, paralelamente, en la filosofía se desencadenó la gran cruzada de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) que pretendía desenmascarar las falsedades del mundo burgués. 

Mi admirado Javier Gomá considera que la virtud liberadora y purificadora del romanticismo –al margen de sus excesos- ya ha agotado su ciclo. Yo no lo creo. Después de que la llamada “corrección política” sufriera años atrás toda clase de vituperios, tras una nueva oscilación del péndulo de la memez, percibo ahora una defensa de esa censura, versión posmoderna de la mentira piadosa de toda la vida. Y es necesaria, claro, cierta mentira benigna, ya que no soportamos en la práctica los efectos abrasivos de la verdad. Sin embargo, eso no significa que debamos renunciar al ideal. Nuestra ética (por ateos que seamos) es de inspiración cristiana, y en el cristianismo, el ideal de la verdad es tan irrenunciable como el de la castidad o el de la justicia, aunque existan sacramentos tales como el matrimonio y la penitencia que asumen y canalizan nuestra debilidad; la necesidad de la mentira es buena prueba de ella. 

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