Optimismo

por Rafael Balanzá

La noticia menos mala es que para los idiotas la muerte siempre es una sorpresa. La peor es que todos somos más o menos idiotas. En la medida en que lo seamos un poco menos viviremos, como los legionarios en su himno, o como Próspero al final de La tempestad, dedicando uno de cada tres pensamientos a la parca. Es decir, con la muerte como fiel compañera. Y no resulta tan mala compañía como pueda parecer, porque ella es fuente inagotable de optimismo metafísico. Conviene leer a Kierkegaard (por quien tanto han hecho en España Faemino y Cansado) para entenderlo. Hay que aprender a angustiarse, dice el danés en su obra capital El concepto de la angustia. Y en otra parte explica que quien se vuelve grave “a tiempo” puede tomar todo lo demás a broma; y al contrario: “quien se torna grave por (…) toda clase de (…) sonantes cosas, pero no ante sí mismo, es, a pesar de toda esa su gravedad, un frívolo bromista.” 

Estoy lamentablemente convencido de que la Unión Europea, pese a la victoria del lampiño Macron, camina con paso lento y firme hacia la desintegración. Barrunto un futuro opresivo de dictaduras democráticas neofascistas y digitalizadas, en guerra permanente con yihadistas que, tarde o temprano, utilizarán una bomba sucia o recurrirán a una cepa mortífera del arsenal biológico.

Ya he contado alguna vez que me bebí con Houellebecq, en menos de 15 minutos, una botella de Rivera del Duero en un bar de la plaza de Santa Isabel. 

        [M H: Los escritores beben más cuando están con otros escritores. 
          R B: Están más solos que nunca. Sus soledades suman, no restan.]

Creo que entonces él cifraba su esperanza terrenal en la ciencia: nanotecnología, computación cuántica, fusión nuclear…; incluso, tal vez, la inmortalidad por vía cibernética. Yo creo que Shiva le está ganando claramente la partida a Vishnú. Las fuerzas de la destrucción avanzan más deprisa. Houellebecq –un espíritu trágico, como Kierkegaard- ha intentado después buscar esperanza en la religión, pero confiesa su fracaso. Y me entristece, porque me siento hermanado con él en esa derrota.

Tal vez mi principal discrepancia de quien está llamado a ser –no lo dudéis- el filósofo español de nuestra generación, Javier Gomá, estriba en su optimismo mundano; ese extemporáneo baño de almíbar que suele dar a los frutos de su brillante y prolífica inteligencia. En cierta conversación digital que mantuve el pasado año con el físico y teólogo argentino Claudio Bollini, me atreví a sugerirle, a propósito de su admirable tesis Fe cristiana y final del universo, que aunque las promesas de la soteriología fueran ciertas, como algunos desearíamos, antes de su cumplimiento (apocatástasis), el mundo está seguramente condenado a una completa destrucción. Pienso, siguiendo a John C. Polkinghorne, que la dispersión y el enfriamiento al que nos arrastra la recién descubierta energía oscura añade una especie de cerrojo de seguridad a la segunda ley de la termodinámica. Claudio Bollini no estaba muy de acuerdo con esa sombría visión mía, aunque celebró mi metáfora del “Sábado Santo cósmico”. 

Estamos asistiendo a un estancamiento de las economías occidentales, a un agotamiento de los recursos, a la 6ª gran extinción de especies. El cine en pantalla grande se muere, como la prensa escrita y la literatura canónicamente relevante (aunque algunos dinosaurios aún intentemos practicarla, ignorando el resplandor en el horizonte producido por el impacto en Yucatán), y ya están en coma profundo e irreversible las artes plásticas y la música. Pero nada de esto me preocupa ¿sabéis? Porque mi propia muerte sucederá mucho antes de que culmine este lento proceso de degradación. 

Como se dice en Italia –aforismo atribuido al gran Ennio Flaiano, aunque parece que un periódico vienés publicó algo parecido en 1918, cuando el imperio agonizaba-: “La situazione è grave…, ma non è seria”. Pues eso: grave, sí; pero seria… no.

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