Tengo un amigo en Alicante que está de baja por depresión. El psiquiatra lo ha derivado a un psicólogo, pero el psicólogo ha cancelado la cita porque está deprimido. Todo esto me ha recordado el intento de suicidio de Frasier. El lector mayor de cuarenta no habrá olvidado, supongo, aquella gloriosa serie que nació como Spin-off de “Cheers”. La pandemia, está claro, ha venido a deprimir más a una sociedad que no pasaba por su mejor momento. Hay que ser muy Forrest Gump para considerar que la vida es como una caja de bombones. Puestos a hablar de cajas, se parece más a la de Pandora. No sabemos qué nos deparará el futuro, pero seguro que no será un bombón. Recapitulemos un poco. Salimos con muchos trabajos de una profunda crisis financiera que arruinó una gran cantidad de negocios y hundió a no pocas familias. En España, el cabreo generalizado fermentó hasta dar lugar a dos partidos extremistas, uno de derechas y otro de izquierdas, con los que los verdaderos subnormales (horros del sentido común que asiste al lúcido y sensato Forrest) han construido un jardín de las delicias mediático a la altura de sus fantasías guerracivilistas, esas poluciones nocturnas de la segunda edad que llenan tertulias y telediarios. Hace unos años, cuando los hijos del franquismo, legítimos o bastardos, empezaron a abandonar la escena pública, del backstage de la Transición empezaron a salir, para reemplazarlos, las Barbies y los Kens que pueblan hoy nuestra política…, pero esto ya lo hemos contado.
Veamos alguna buena paradoja que nos ayude a galvanizar el post. Resulta que ese renovado elenco, lejos de gobernar para los jóvenes durante estos dos años de pandemia, lo ha hecho a favor de la provecta y / o senil mayoría. Ahora que parece que estamos dejando atrás lo peor del virus ha llegado el momento de decirlo. Lo que nos ha salvado el culo (si es que lo tenemos a salvo) han sido en todo caso las vacunas. El confinamiento irracional que se decretó en España estuvo dictado mucho más por el miedo que por la prudencia, un canguelo odioso y pestilente muy fácil de explicar observando una pirámide demográfica. A los expertos en salud pública no les ha importado sacrificar la de los jóvenes. Impedir la normal socialización de los niños, prohibir hacer deporte al aire libre (contra toda evidencia científica), someter a los adolescentes a un encierro criminal que se ha convertido en semillero de depresiones y suicidios, fueron medidas inconstitucionales y aberrantes, dictadas por el Gobierno y respaldadas por la oposición. Y en una encuesta reciente se nos informa de que una aplastante mayoría de Savonarolas aprobaría la vacunación obligatoria. Nada que pueda sorprendernos. El extremismo de los años treinta y el franquismo subsiguiente ya nos dejaron claro que aquí, por debajo de tanto supuesto amor a la libertad, se acumula siempre un equivalente o superior amor a la dictadura. Ómicron, versión del virus casi inocua para los inmunizados, que todavía amarillea los informativos y satisface la coprofilia de la audiencia, podría ser la traca final de la fiesta del masoquismo y la histeria; pero la pulsión totalitaria no desaparecerá. Mientras Pandora juega con sus variantes, yo paso mis días caminando al aire libre por playas y huertas, como Forrest Gump, o acompañado en mi casa por la inmarcesible y rebelde inteligencia de la gran Flannery O’Connor. No me atrevo a pedir más.