Pesadilla después de navidad: 2024

por Rafael Balanzá

 

Estamos, me parece, en enero de 1994. No sé si han comido ya, porque no se oye ningún ruido en casa. No puedo incorporarme. La fiesta de ayer en el piso de Pepe en la calle Montijo fue apocalíptica. Y lo peor ha sido este sueño futurista, justo antes de despertar. Habían transcurrido 30 años y lo había logrado. Era, en efecto, un escritor reconocido, de los de premio y foto grande en la prensa. Hasta aquí bien. Pero luego venía lo demás: el paisaje, el paisanaje. El rey Juan Carlos ya no era el heroico capitán general que había parado un golpe de estado sino el tonto útil que lo había propiciado, un picarón de mancebía, un impostor cinegético, un churrullero aficionado a barbacoas. Una sucesión de plagas bíblicas había causado estragos entre mis amigos: enfermedades crónicas, divorcios, fracasos de todo tipo… Alguno había muerto, incluso. Y la sociedad parecía dividida en dos bandos guerracivilistas. El primero lo integraban 8 millones de disminuidos que pensaban que si un tal señor Feijóo (lo juro, me acuerdo claramente de ese apellido) ganaba las elecciones su vida sería un orgasmo perpetuo; el otro, lo formaban 8 millones de discapacitados que estaban convencidos de que si las ganaba no volverían a tener nunca un orgasmo. Habíamos resultado ser una generación de majaderos, tontos como botijos sin pitorro. Seguida por otra de deprimidos y pusilánimes, incapaces de pasar de la sombra al sol en un día frío.

Y luego la literatura. Eso ya era peor. Seguían existiendo las mismas editoriales de prestigio que yo conocía (Tusquets, Anagrama, Seix Barral…), pero publicaban truños aún peores que los sellos supuestamente comerciales. Además, todos los premios estaban desprestigiados y nadie leía ya los suplementos culturales. Una legión de donnadies con artículo propio en Wikipedia (sea lo que sea eso) eran publicados por una miríada de editoriales insectiles, pero sólo vendían de verdad libros unos cuantos presentadores y algunos “youtubers” –que no sé lo que son-. Los míos eran, posiblemente, verdaderas genialidades, pero en cuanto a mis ventas… no pasaba de ser un escritor del montón. Mis fábulas morales, que me convertían en “digno epígono de Kafka y Dostoievski”, según la crítica, eran leídas en algún bosque apartado, sobre la nieve, y memorizadas por un grupo de astrosos marginados, junto a vagones de tren desvencijados en vías muertas. Se trataba de un reducto de seres inteligentes cuyos cerebros habían logrado salir indemnes del contacto con el virus chino, cagado por un murciélago fluorescente, que había subnormalizado a la mayoría.

Así que mis sueños se habían cumplido, pero sólo para que Dios se mofara de mí. Ya era finalmente el gran artista que había soñado, aunque estaba obligado a compartir letrinas sucias y galerías cubiertas de serrín con una comunidad de retrasados que ni siquiera se daban cuenta de lo que eran. Y mucho menos, claro, de lo que era yo. He tratado de imaginar un final apropiado para mi pesadilla. Una combinación de fuerzas de China, Rusia y los países islámicos, utilizando la IA (algo que no sé lo que es) infiltrándose en partidos extremistas y manipulando las RRSS (¿?) logran reducirnos a la esclavitud. Y entonces, sin libertad, por fin somos felices como amebas.

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