Premios, la propiedad aislante del dinero

por Rafael Balanzá

Premios hay de muchas clases, pero no todos son justos. El premio al fanatismo de Robespierre fue una guillotina y el premio a la vesania de Hitler, una bala en el velo del paladar que se disparó él mismo; sin embargo, la astucia fría y reptiliana de Stalin o de Franco tuvo como premio morir en su cama sin soltar el cetro hasta el estertor final.

Y luego están los premios literarios y científicos, con el Nobel encabezando la procesión. Arrabal –candidato al Nobel en su día- me dijo una vez que el matemático ruso Grigori Perelmán nos había dado una lección, al rechazar un premio de un millón de dólares que le ofrecía el Instituto Clay. Pienso lo mismo que él, pero lo cierto es que ni Arrabal ni yo hemos recorrido todas las estaciones de la santidad laica necesarias para alcanzar ese grado de cínica beatitud que nos habría convertido en discípulos dignos de Diógenes: “Apartaos, que me tapáis el sol, gilipollas…”

Este año han concedido el Planeta a dos verdaderos escritores. No está mal ese giro inesperado de la trama. Nos permite a otros hacer el cuento de la lechera. Unos años atrás le dijeron a mi agente que, de todos sus representados, yo era el único candidato plausible para las organizadoras del premio Primavera de novela. No caerá esa breva, claro; pero una oleada de ensoñaciones “separatistas” tensó mis nervios con una voluptuosidad preorgásmica. Qué gozada: ganar unos cientos de miles para no escribir nunca más y, por fin,  “separarme” del mundo hasta el alegre momento de la agonía. La propiedad aislante del dinero. Los artistas decentes e idealistas solemos descubrirla demasiado tarde. Uno no quiere ser rico para gozar de lujos, sino para reforzar una soledad cargada de desprecio y a punto de dispararse contra toda la humanidad, con uno mismo crucificado en el centro de la diana.

El Nobel se lo han dado a dos escritores, macho y hembra, que no he leído. Prestaré atención, por si acaso. De vez en cuando aciertan. Aunque hay que decir que el pesebre sueco (muy progre, por cierto) no es mucho mejor que nuestros pesebres nacionales de la cultura. Y hablando del tema, creo que el Nacional de narrativa se lo ha llevado una bocazas que va de provocadora. Un argentino que vino a España huyendo de la represión me contó una vez que lo obligaron a presenciar un interrogatorio en la Escuela de Mecánica de la Armada. Una pobre chica se dislocó los dos hombros y la cadera la segunda vez que le aplicaron el cable pelado a la vagina, queriendo saltar del somier al que estaba amarrada. Eso es provocación. Me lo contaba llorando, el hombre. Un psicoanalista (cómo no) a quien un capitán (muy provocador) le gastó esta broma: “Doctor, he tenido un sueño. Yo iba andando por un camino y usted, o sea, su cuerpo, estaba tendido en una zanja con un tiro en la sien. ¿Podría interpretármelo?”

Pues eso, Franco y Stalin –el dictador poeta-, eran maestros provocadores. Ya dijo Bretón que el acto surrealista más simple consistía en salir a la calle con un revólver y disparar a la multitud. Desde ese punto de vista, no hay artistas más grandes que Himmler o el inteligente doctor Goebbels. La del premio de narrativa -cuyo nombre anoté ayer en un tramo de papel higiénico que ya no sé dónde para-, ha titulado algún libro con una frase parecida al famoso “Me cago en Dios y en la patria” por el que Arrabal recibió dos bofetadas de un poli facha en la Dirección General de Seguridad. Así que ese chiste ya estaba contado, qué pena. Dicen que Echevarría (el divo de la crítica que parece un cruce de mosquetero y peluquero de folclórica) formaba parte del jurado. Y Almudena Menos, nada grandes, si vale el oxímoron o el retrúecano. Premios. Ya veremos lo que nos toca, cuando vengan los de verdad, los del otro lado del mármol. El premio final podría ser –y viene ya casi siendo-, para todos… la Nada.

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