Entramos en 2020, que va a ser un año fantástico para todos nosotros, no me pregunten ustedes por qué. Se cumplen diez, por cierto, de la publicación de “Los asesinos lentos”, la novela que me granjeó el que tal vez sea el premio con más prestigio y solera de cuantos se despachan en la tómbola literaria, esa que hay a mano izquierda según se entra en la feria de las vanidades. ¿Y qué más he hecho a lo largo de estos diez años que han pasado como un suspiro? Puede que se estén preguntando ustedes. Pues la respuesta es bien sencilla: acumular prestigio. Tengo ya tanto, que a veces me rebosa por la oreja derecha. Mi mujer se ha comprado un traje de neopreno para dormir, porque casi todas las mañanas se despierta empapada en prestigio. Ahora falta (dice mi agente, con muy buen criterio) que mis ventas se pongan a ese mismo nivel. Pero lo veo difícil, la verdad, porque sobre mí han escrito, con encomio, los más ilustres críticos de nuestro país; e incluso en una universidad extranjera se publicó una tesis muy brillante sobre esa obra que he mencionado. Mi título más reciente fue situado, por cierto prestigioso suplemento cultural, entre lo mejor del año, disputando espacio en la misma página a los prestigiosos Javier Marías y Caballero Bonald, nada menos. Así que me temo que haría falta que los chinos se pusieran a comprar mis libros como si fueran rollitos de primavera, o incluso galletas de la suerte, para equilibrar un poco las cosas, lo que no entra dentro de un pronóstico razonable.
De todas formas debo confesar que me siento optimista, al menos relativamente, para lo que viene siendo mi carácter. Las incertidumbres políticas me afectan muy poco. Ignoro si cuando se publique este artículo tendremos ya gobierno, pero no me preocupa, porque sé que nuestro Gobierno real está en Bruselas, Berlín y Washington, y que lo demás es puro guiñol para los niños a los que les gusta ver a las marionetas repartirse estacazos en el escenario montado en la plaza del pueblo. Si Pedro y Pablo van a compartir el colchón de la Moncloa, imagino que cada uno tendrá a mano su picahielos; pero nosotros, mientras, podemos dormir tranquilos. El Rey ha sido elogiado por casi todos y el cambio climático nos bendice con una primavera constante. La pasada Navidad vimos en casa “Doctor Zhivago”. Le expliqué a mi hijo que si pensamos en un ruso nacido hacia 1910, buscaremos en seguida algún canto con el que darnos en los dientes. A ese ruso imaginario (Iván Malasuertovich, llamémoslo) le habría tocado la Primera Guerra Mundial, la Revolución del 17, la hambruna del 21, las purgas de Stalin, la Segunda Guerra Mundial –que seguramente pasaría en el frente, con los cataplines congelados, luchando contra las tropas nazis- y luego, de postre, cuarenta años de dictadura soviética. Con su último aliento se despediría de sus nietos, antes de que ellos se marcharan a la Plaza Roja, con un par de botellas de vodka, para celebrar el cambio de régimen. Así puede ser la vida, de modo que no nos quejemos.
Precisamente estoy leyendo, con enorme gozo, “El mundo de ayer”, ese último y delicioso libro en el que Stefan Zweig nos relata cómo a su generación le tocó perder el mundo de la seguridad y el arte exuberante y sublime en el que habían vivido sus padres. Su esposa y él se suicidaron en Brasil, pensando que Hitler iba a ganar la guerra. Creyó que los bárbaros acabarían con lo poco que quedaba de ese mundo estable, construido a base de cultura y buen gusto, que él había conocido en su juventud. Y no se equivocaba, por supuesto, aunque los que ganaron fueron otros bárbaros, menos malos. Estos mascaban chicle y traían democracia y hamburguesas para todos. Ahora esa barbarie sin complejos la tenemos a un clic de distancia en las redes sociales. Pero no nos quejemos, podía haber sido mucho peor. Yo cruzo los dedos para que la estupidez siga ganándole el partido al mal por goleada. Así se vive mejor