Termina George Steiner Los libros que nunca he escrito, lúcida y fascinante obra, como la mayor parte de las suyas, con esta magnífica humorada: “Dice una antigua maldición: que mi enemigo publique un libro. A lo cual añado yo ahora: que publique siete”. Se trata, sin duda, de un broche muy apropiado para un ensayo que trata, precisamente, de siete obras proyectadas pero no escritas; siete libros suyos que nunca llegaron a gestarse en el útero de una editorial ni fueron a parar luego al pabellón de maternidad de una imprenta. Escribir y publicar son los verbos que protagonizan el epígrafe permanente de este blog. Y de eso he venido hablando -en tono demasiado amargo, me reprocha algún amigo- en tiempos recientes. La verdad es que el de Steiner es un chiste malévolamente cargado de ironía… y de verdad, con especial pertinencia en la España de nuestros días. El joven y brillante narrador Pablo Escudero Abenza (“Beber durante el embarazo”, Baile del Sol) me comentaba no hace mucho que un conocido suyo acaba de ganar un premio de novela de gran prestigio y suculenta dotación. Por lo visto ese autor, a quien desde aquí deseamos toda la suerte del mundo, alberga la intención de abandonar su modesto empleo de oficinista para dedicarse “profesionalmente” a la literatura. Y yo me pregunto: ¿pero acaso ha sido esto posible alguna vez? Sinceramente, lo dudo. Aunque sabemos que Cervantes no se cansó de intentarlo, y Lope casi lo logró, y a Dostoievski le aporreaban la puerta de casa los editores exigiéndole la próxima entrega…
El excelente escritor y entrañable barbudo Hipólito G. Navarro declaraba hace unos años que cuando uno está de buen humor le apetece más leer que escribir. También decía, si mal no recuerdo, que no tiene sentido mantener un frenético ritmo de publicaciones a base de repetir hasta el hastío (propio y ajeno) alguna fórmula ya empleada. No puedo sino compartir tan juiciosas y sabias afirmaciones.
Entiendo y respeto cualquier otro enfoque de la cuestión, por supuesto. Habrá quien diga que la frecuencia de publicación es un asunto que concierne exclusivamente al autor y, en todo caso, a sus lectores. Amén. Sin embargo…, seamos sinceros, si uno no está convencido de que va a legar algo decisivo al marmóreo templo de la Posteridad y tampoco gana una suma astronómica con cada nuevo título, tal vez encuentre más razones para estarse quieto que para seguir tocando el clarinete en la sección de viento de la banda, o los platillos si lo suyo es la percusión. Publicar hoy significa exponerte a que cualquier currutaco vomite su opinión sobre tu libro en la gran Red-de-currutacos-reunidos. Si lo haces en una editorial fuerte, prepárate además a pasar unas semanas contestando al teléfono a horas intempestivas para responder “n” veces a las mismas preguntas o intervenir en programas de radio cuya existencia, en tu adánico y voluntario retiro, felizmente desconocías. Y dando gracias por ello, además. Así que si uno cuenta con un buen pasar o, digamos, con otro modo de ganarse las habichuelas, la disyuntiva está bastante clara: o se dedica sin complejos al best-seller puro y duro, o lo de la literatura… se lo va tomando con mucha, mucha calma. El término medio en el que pudieron prosperar algunos autores de anteriores generaciones se está poniendo por las nubes. Hay que reunir ganas (yo tengo hasta 2017) para colocarse en el escaparate de nuevo, entre otros maniquíes pasmados y emasculados, buscando ese aire simpático y goloso, como de huevo Kínder-sorpresa, que se recomienda. No sé por qué me viene ahora a las mientes aquel romance del que se hace eco Cervantes en el Quijote: “Ya me comen, ya, por do más pecado había”. Pecado de vanidad, en este caso.