Qué escribir en las postrimerías

por Rafael Balanzá

Zascandileando por Internet uno de estos días fui a dar, no sé exactamente cómo, con una entrada bastante antigua del blog de Enrique Vila-Matas. (Un lugar, por cierto, mucho menos selecto y mucho más estragado por las rumiantes masas devoradoras de cultura que esta solitaria y aristocrática atalaya mía). Al principio, por mi permanente distracción o embeleso poético, pensé que el texto era del mismo propietario del blog. Luego, cuando ya había leído la mitad, vi que no, que se trataba de un artículo o comentario firmado por un jovencísimo autor inglés, más o menos de mi generación. Tan joven, sí. Os copio el link, porque creo que podría interesaros.

Si a pesar de mi permanente embeleso poético lo he entendido bien, se trataría, en esencia y simplificando un poco las cosas, de una sencilla disyuntiva: uno puede optar por remedar -sin igualar nunca, claro- la grandeza de escritores “montañeses” muertos hace mucho tiempo, o bien puede convertir la imposibilidad de hacer algo original y sublime en su principal tema literario. Bien… ese planteamiento estaba bastante claro para mí, incluso antes de leer este brillante y esclarecedor texto. Y sí, básicamente -cum grano salis, como decimos los romanos antiguos-, estoy de acuerdo.

A propósito de estas especulaciones, recuerdo vagamente un aforismo memorable (lo siento, no soy capaz de nombrar al autor: espero que me iluminéis), el cual viene a advertirnos de la siguiente triste realidad: hay personas que encontrando ocupados los primeros puestos de la inteligencia no se resignan a ocupar los últimos, y se disputan un sitio en la primera fila de la estupidez. No pretendo -¡oh, malicioso lector!- calificar de estúpida la segunda de las dos opciones apuntadas; aquella, recordemos, que consiste en escribir con originalidad sobre la imposibilidad de escribir con originalidad. Ni mucho menos, puesto que ha sido a menudo la elección virtuosa de autores tan ingeniosos y justamente celebrados como Borges, Bernhard, Bolaño o el propio Enrique Vila-Matas; pero debo confesar que, guiado por la misma lógica prudente y socarrona que inspira el aforismo al que he aludido, opté hace tiempo, con más resignación que entusiasmo, por la primera vía. Es decir: la penosa imitación de los gigantes sobre los que procuro encaramarme, con disimulo o a las claras, con permiso o sin él.

En todo caso, diré que mi ejemplo favorito de la literatura que elige como tema la necesidad e imposibilidad de seguir escribiendo es “El innombrable” de Samuel Beckett, pero sin olvidar “La novela luminosa” de Mario Levrero. Sin embargo, obstinado como soy, yo seguiré tratando de emular –en vano, claro está- a Kafka y a Dostoyevski en mi próximo libro, que se publicará en algún momento del presente año. Siempre y cuando Occidente no perezca muy pronto enterrado, ante la perpleja y extasiada mirada del ISIS, mientras Donald Trump entona el himno norteamericano, por su propio aburrimiento y por los escombros de sus aburridas dificultades a la hora de expresarlo.

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