Recado de Dalí

por Rafael Balanzá

“Giacometti no es tan genial como yo. Y además yo estoy mucho más vivo”, decía Dalí en los 70, cuando el suizo llevaba casi 10 años muerto.

En efecto, vuestra conjetura es acertada: he estado en Madrid hace unos días y he pasado por la extraordinaria exposición del Reina Sofía. Os aseguro que vale la pena.

Dice un lúcido y crepuscular Félix de Azúa, en su reciente ensayo “Autobiografía de papel” (cito de memoria y pido indulgencia por la probable imprecisión), que si Lord Byron representa el paradigma genuino del poeta entregado a la pulsión creativa, es decir, de una vida consagrada enteramente al arte, Dalí sería la tardía degeneración de ese mismo modelo. Acepto el juicio, cum grano salis, porque Avida Dollars nos demostró para siempre que también se puede ser un sublime degenerado. Cabe aducir, por supuesto, que Nerón, Calígula o el propio Hitler lo habían demostrado antes que él. Pero Dalí no mató a nadie, que sepamos. A lo más que llegó fue a pintar algún cerdo de verde y a tirarlo por la borda de una lancha en el puerto de Cadaqués.

La diferencia entre el inventor del método paranoico-crítico y sus compañeros de farra, los surrealistas, consiste en que nuestro pintor, al contrario que ellos, no quería cambiar el mundo. Mucho más modestamente, se conformaba con hacerlo girar a su alrededor. El mundo le parecía muy bien como estaba, mientras él ocupara su centro, real o imaginariamente. Y hay que decir que casi lo consiguió, en ambos planos. Logró, contra el dictum de Churchill, engañar a todos durante todo el tiempo; acaso porque el talento sí era de verdad. Descubrió una reserva inagotable de estupidez en el subsuelo social y la convirtió en su pozo de petróleo particular. Explica Buñuel en su sabroso libro-testamento “Mi último suspiro” que cambiarlo todo era realmente la gran aspiración de aquellos jovencitos vanguardistas, que hoy nos parecen tan pueriles y burgueses políticamente hablando. Pero Dalí, provocador de provocadores, no asumía ni quería otro compromiso distinto que el que mantenía con su ingeniosa egolatría, el fruto paradójico de una inseguridad atroz y de un alma en carne viva. Puede que él fuera más consecuente. En este sentido, en esa profunda incredulidad ante cualquier gran relato, en esa falta de compromiso con la ideología fue un visionario, un precursor.

Dalí tuvo la fuerza de voluntad y (en definitiva) la fe necesaria, al menos en su propio ego, como para mantener la farsa hasta su último aliento. No sabremos nunca hasta qué punto soportó, sublimó o incluso gozó el síndrome magistralmente descrito por Pirandello en su tremenda obra “Enrique IV”.

Y yo me vuelvo de Madrid con el alma en los zancajos, de ver que desde que Dalí murió todo se ha vuelto indescriptible, inenarrablemente aburrido; como anotó otro visionario, el viejo John Lennon, en una estrofa perdida de “Strawberry fields forever”. Me dicen que mi novela “Recado de un muerto” pasa de noviembre a enero. ¿Será un mes mejor? ¿Será peor? Y qué más da. Ninguna clase de entusiasmo es ya posible. Me da asco haber dicho –aquí mismo, en esta web- que no hay que quejarse. A partir de ahora no pienso hacer otra cosa: quejarme sin parar, quejarme hasta reventar. Haré de la queja mi única bandera. Sinceramente, no tengo ganas de escribir más novelas, y no las tendré hasta que el mundo esté mucho más muerto que nuestro sublime Salvador.

Rafael Balanzá

P.S. Y siguen hablando de ese Bárcenas que se han inventado. Y no se aburren. Y no se callan. Y van a verlo. Y lo entrevistan. Y lo despiojan. Y le hurgan en los pliegues del escroto. Y no nos dejan en paz con sus cacareos y sus cloqueos y sus tertulias. Como si nos importaran cuarenta ladrones más o menos, cuando la propia vida –es otra cita imprecisa de Félix- probablemente sea en sí misma una estafa.

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