Si te llamas Trueba… tranquilo, Jonás

por Rafael Balanzá

Puse en X, querido Jonás, por poner algo –ya sabes cómo va el asunto por allí-, un titular de una entrevista en la que expresabas cierta envidia benigna por quienes se abren paso desde cero, sin la ayuda de un apellido. Señalé que había cierta nobleza en tu declaración. Cierta honradez, digamos. Y añadiré ahora, por animarte un poco, que llamarte Trueba probablemente no sea tu único mérito. Tengamos en cuenta que, según la ciencia, el talento y la inteligencia son en parte hereditarios. Luego está el entorno. Y claro, imagino que el tuyo habrá sido inmejorable.

Mi amigo Pablo, que tiene tus años, más o menos, leyó ese post y me envió un correo muy largo sobre hijos de papás y mamás que han aprovechado la escalera mecánica que instalaron sus progenitores y que desemboca en la cima sin sobresaltos. También me decía en ese correo que había visto tu anterior película (“Tenéis que venir a verla”) y que le había gustado mucho. “Es una cosa así muy pequeñita pero muy agradable. Muy generacional. Muy bien hecha.” Son sus palabras exactas. Luego me hablaba, jocosamente, de cierta entrevista en Jot Down con Pablo Bustinduy en la que contaba cómo vino volando de Nueva York para meterse en una tienda de campaña junto a los descastados de su generación. Por pura solidaridad, claro. Esa solidaridad de un hijo de director de RENFE y de una ministra que lo vuelve a uno, a su vez, rápidamente ministrable. Y me ponía también algún ejemplo más, Pablo -siempre atento a la actualidad millenial-, que me hizo reír bastante.

Fíjate, Jonás, que yo no he tenido ayudas ni privilegios y he venido a parar a la misma indistinta masa madre de la que sale el insípido pan sin sal que por aquí se reparte. Si tú lo has tenido un poco más fácil, ¿qué más da? Por eso no deberías torturarte. El talento como verdadera excepción ha sido erradicado. Sólo queda, en todo caso, el oficio. Y esa artesanía se aprende muy bien en familia. Mi generación, y no digamos la tuya, ha sido criada en la seguridad de la fortaleza europea, libre de guerras o dictaduras. Es un mundo triste, sin fe, sin ilusión ni entusiasmo, pero muy confortable. Ni siquiera la pandemia lo ha perturbado seriamente. Europa es un gran parvulario senil que huele a desinfectante y a pañal recién cagado. Y en cuanto al arte, Jonás, amigo mío, ya nadie se ilusiona de verdad con nada. Los niños seniles sólo quieren el biberón del populismo. Así que no importa mucho empezar de cero o en el campamento número 8 a 200 metros de la cima. Hoy cualquiera puede escalar el Everest (¿no lo sabes?) o considerarse un artista. El público es más infantil que nunca. Todo el mundo conoce la caligrafía del arte, sea el cine, la literatura, la música… pero nadie abre camino en un territorio virgen. Nadie descubre nada ya, ni cree en el fondo en la importancia de lo que hace. Eso se acabó hace tiempo. Todos recorremos senderos muy transitados. Ya no existen los genios, Jonás. Hasta hace poco pensaba, en la embriaguez de mi soberbia, que yo era uno de los últimos ejemplares. Pero el genio -la idea, la noción misma de genio- ha desaparecido. Ahora todos estamos en el vientre de la misma ballena, Jonás. Se llama inercia y mediocridad. Tranquilo, Jonás. Nunca estarás solo.

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