Sin compasión

por Rafael Balanzá

La compasión, o la falta de ella, es un gran tema literario. Nabokov decía que la segunda parte del Quijote era una verdadera enciclopedia de la crueldad. Y otro gran experto en el tema fue, sin duda, Ernesto Sabato, que nos dejó solos y a oscuras en nuestro túnel de frustración y soledad tecnificada hace ahora diez años. Como sabemos, Juan Pablo Castel, en la canónica novela del argentino, asesina a María Iribarne por dos razones muy poderosas. La primera es el odio que le provoca la posible compasión de ella, y la segunda es que el amor de María -el único ser humano, según nos confiesa, que ha llegado realmente a comprenderle-, lo distrae de su principal y más desenfrenada adicción: la vergonzosa compasión hacia sí mismo.

Hemos visto estos días pasados un hermoso gesto de ternura en las playas de Ceuta, ensuciado en Twitter por quienes rinden culto al odio mientras esgrimen, en muchos casos, la fe católica y el evangelio; que es, precisamente, la expresión más sublime de la compasión y de una esperanza febril de alcanzar todo el amor que necesita el mundo y no es capaz de producir. Y también hemos asistido a la degradación de ese mismo gesto humano al reproducirlo ad nauseam, al trivializarlo y convertirlo en un falso talismán de identidad colectiva, como si ese abrazo espontáneo, de una mujer concreta en un momento dado, nos justificara y redimiera a todos de nuestra falta diaria de caridad, de la frialdad de plasma, aire acondicionado y fibra óptica en la que vivimos exclusivamente para nosotros mismos, para nuestras filias y nuestras fobias.

Si en el post del mes pasado hablaba de la cursilería que nos asfixia, en este toca sajar la hipocresía de que suelen hacer gala los cursis cuando exhiben sin pudor sus buenos sentimientos. Nuestra sociedad vive entre la blandura y la ñoñería más empalagosas –Occidente no había visto una juventud tan dócil como la actual quizá desde la época victoriana- y la corriente soterrada de rencor e inhumanidad que circula por las cloacas de la política y las redes sociales. “Era malo…, malo y sentimental”, nos dice Dostoievski, con su afilada psicología de escalpelo, sobre el viejo Karamazov. Esa misma descripción retrata perfectamente a nuestra sociedad golosa, infantiloide, tan aficionada al rosado algodón de azúcar; que viene muy bien para disimular el navajazo subrepticio (calumnia, difamación, insulto) en medio del fragor de la feria de las vanidades, reactivada con estruendo después del parón pandémico.

En la noche de la oligofrenia general, todos los gatos son tan pardos como compasivos sus dueños. La misericordia por cable no requiere más esfuerzo que un like para un gesto ajeno y nos exime de cualquier compromiso propio. Vale todo. Vale que los populistas reaccionarios insulten al amor enarbolando el evangelio del amor. Como vale, también, que en la semana de la compasión el muñeco ignorante que hace de capitán en el puente de un barco que se gobierna desde la sala de máquinas, elogie, sin ningún rubor, a un santo del PSOE de los años treinta: Largo Caballero, nada menos. Personaje melifluo que exudaba cariño, humanidad y dulzura por todos sus poros, como bien sabemos. Y si no, preguntádselo a Trapiello

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