Sin novedad 2

por Rafael Balanzá

En mi anterior post planteaba la cuestión palpitante (no sé hasta qué punto palpita, la verdad, pero así insuflamos algo de emoción) de por qué no se da un relevo claro, una verdadera renovación en el panorama literario español de nuestros días. Las figuras de referencia son las mismas desde hace decenios, los primeros espadas, tanto en ventas como en prestigio, son prácticamente los mismos desde los años ochenta.

No es que no aparezcan escritores jóvenes de gran talento; precisamente tengo ahora al alcance de la mano, coronando mi torre de próximas lecturas, la nueva  novela de Miguel Ángel Hernández, “El instante de peligro”. Él es un perfecto ejemplo de esos nuevos valores, un narrador culto y complejo pero nunca aburrido, ya que explaya sus  preocupaciones éticas, siempre de gran calado, en tramas interesantes. Y como él, otros muchos autores y autoras de su generación están pidiendo paso a golpe de talento, pero parece haber algún obstáculo en la carretera. Subamos a la moto y adelantemos unos kilómetros por el arcén para averiguar de qué se trata.

El primer factor a tener en cuenta, y tal vez el más decisivo, sería de carácter general. Estamos en mi opinión ante una cuestión sociológica, histórica, si se quiere, que atañe a lo que orteguianamente podríamos llamar la “altura de los tiempos”. Y poca altura ha sido ésa, digámoslo de una vez, a lo largo de una transición planificada y dirigida por los herederos de la dictadura de Franco. El rasgo básico que caracteriza a la generación que ha protagonizado la vida política y cultural de los últimos años es el descreimiento. Como apreciará el lector, evito aquí rebajar la noble palabra escepticismo, que proviene de una respetable estirpe filosófica. No, el descreimiento es la incapacidad para creer realmente en nada. Dalí dijo que los pintores que no creen en nada terminan por pintar casi nada, una advertencia demoledora y aplicable a todas las artes, así como también al pensamiento; aunque ese “nihilismo a priori” funcione como una especie de mecanismo de seguridad, ya que quienes no creen en nada tampoco encuentran razones para morir o matar por algo. Esta lógica, después de la Segunda Guerra Mundial, se ha impuesto en todo Occidente, y en los años setenta un doctor llamado Lyotard nos explicó que esas manchitas rosas en la piel se llamaban posmodernidad, y salían después de la modernidad; y ello era que, como Benjamin Button, íbamos a pasar de la vejez a la adolescencia y ahí íbamos a quedarnos. No creer en nada tiene sus ventajas, después de todo: muerto el perro, se acabó la rabia.

El resultado, en el campo de la literatura, es un desfallecimiento general, un clima de desilusión. Nadie espera de verdad que aparezcan obras relevantes o escritores dignos de atención. Se vive con la cabeza metida en la arena del presente, para evitar el canguelo de la finitud y su reverso, la eternidad. Se ha perdido el entusiasmo que alentó a los románticos y todavía infló las velas de la vanguardia. Hay, además, una cuestión puramente demográfica y económica. España es un país envejecido y el poder adquisitivo –también, y sobre todo, para comprar libros- está en manos de los ancianos de la tribu. Estos ancianos descreídos que hicieron la transición no esperan que ningún autor joven les enseñe las bondades del chocolate caliente. Creen estar de vuelta de todo, aunque en realidad no hayan ido a ninguna parte. Leyeron, o al menos compraron libros en su momento, y tal vez los compren todavía, porque era de buen tono y formaba parte de la revuelta (a toro pasado) contra la iletrada dictadura, igual que el pasitrote delante de los grises. Ahora sus hijos y nietos andan buscando su propia identidad y pretenden romper con lo viejuno votando a Podemos. Pero no se entregan a un frenesí de lectura, para qué vamos a engañarnos. Y como quiera que cada hornada de escritores debe vivir de su propia generación, así nos luce el pelo.

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