Ayer llegaron por sorpresa Block y Barnabás a mi pabellón de invierno. Oí detenerse el isocarro junto a la verja, y luego manipularon los hierros y la hicieron chirriar ellos mismos, empujándola con esfuerzo. Yo jamás les abro. Los vi acercarse atravesando el jardín, pisando la hojarasca. Me traían otra vez noticias del mundo, esos dos patanes. Me contaron que el gobierno radical-comunista-bolivariano-revolucionario de extrema izquierda ha convalidado la reforma laboral de Rajoy, con retoques mínimos, ha sucumbido sin apenas resistencia a la penetración de las eléctricas (por vía baja y alta) hasta ese extremo grotesco que acarrea dificultades en el habla; y ahora, para colmo, casi mete al país en una guerra, intentando contentar al primo americano y a la OTAN, que por cierto no le hacen mucho caso. Pero hay que estar ahí, claro, porque los vecinos de abajo tienen ganas de Ceuta y Melilla, y por muy progre que uno sea puede necesitar ayuda para que no se lo merienden, esos amables africanos.
Lo más de izquierdas que han hecho ha sido lo de becar a los escritores del pesebre, para que tengan experiencias multiorgásmicas en el extranjero y vengan aquí a contarlas en las editoriales afines. Qué desilusión. No puedo evitar compadecerme de esa generación deprimida, esos melancólicos sin hijos, los millennials. Ellos y ellas han viajado y viajado a países muy fríos, cada vez más fríos, para hacer el negro-chiste- blanco del “argentino en Canadá” (buscadlo en YouTube si no lo conocéis, merece la pena) y volver derrotados al punto de partida. Y digo esto porque Podemos es un invento suyo, de esos niños criados a base de Kinder Sorpresa. El partido que iba a cambiarlo todo, hasta que llegó Filomena para sorprenderlos.
Y quede claro que no celebro en absoluto este chasco, ya que cualquier alternativa a lo de ahora me parece sensiblemente peor. Yo también soy de izquierdas, ya lo sabéis, aunque actualmente vivo retirado de la política y de casi todo lo que no sean mis viejos pergaminos crujientes y mi umbrosa, mi perfumada, mi ubérrima huerta.
Dios mío, qué solos se quedan los millennials. Si por lo menos hubieran leído a Bécquer… Pero siguen con la política, como si el astuto Pablo Iglesias o el tragafuegos Abascal-con su síndrome XYY- fueran a solucionarles la vida. Si por lo menos, en lugar de atiborrarse de series insípidas elaboradas con materiales reciclados, si por lo menos (digo) leyeran, entonces entenderían (por Kafka) que hay mucha esperanza, pero no para ellos. Y sabrían (por Shakespeare) que la vida es un cuento de ruido y furia contado por un idiota, sin ningún significado, y que además (por Rimbaud, lo sabrían) está siempre en otra parte, muy lejos. Y por Gil de Biedma conocerían la triste y eterna verdad de que envejecer y morir es el único argumento de la obra. Y que los hombres, las mujeres, incluso los no binarios… mueren sin ser felices. Lo sabrían esto por Camus, claro, por Calígula. Pero no leen nada si no es en el WhatsApp. Hasta que un día se hagan muy, muy viejos, y se cansen ya de ir a votar y se mueran, por sorpresa, bajo la atenta mirada de un robot llamado Sushi. Antes de haber llegado a despertar del engaño triple y multimedia de las redes, las series y la política.