Es difícil decir qué libros de ahora serán importantes en el mucho o poco futuro que tengamos todavía por delante. Uno puede atreverse, desde luego, a bosquejar un posible, e incluso probable, mañana. Luego podemos desperdigar por allí unos cuantos libros actuales y preguntarnos qué tal quedan. Pero mañana nunca es exactamente lo que habíamos previsto. Los libros importantes son precisamente los que nos desbaratan el decorado: los que lo cambian todo. No vienen a vivir al adosado que les hemos preparado, con setos bien recortados y piscina comunitaria. Llegan, generalmente, con una bomba escondida en la solapa. Lo vuelan todo. Luego, en el cráter, y desde los cimientos, se hacen ellos su propia casa.
Aunque no todo es sorpresa o paradoja. A veces, lo que ya parecía bueno en el primer momento, lo sigue siendo para siempre. Otras veces, demasiadas veces, lo bueno, con el tiempo, se vuelve muy mediocre. Y es que en realidad ya lo era desde el principio; aunque el resto de la mediocridad, tan unánime y sincrónica como suele serlo, le concediese vitola de genialidad. Las ranas piden rey.
Personalmente, opino que hay algunas maneras muy seguras de equivocarse. Y otras cuantas (me temo que menos) de acertar.
Por ejemplo, presentarse como el gran renovador de lo ya infinita y fastidiosamente renovado, es una manera bastante segura de no durar en la lista de lo que importa ni dos telediarios. Claro que a lo mejor no nos importa nada ser importantes, de tan humildes como somos. Pero eso ya es punto y bordado de los conceptos, y por ahí podríamos perdernos, en el jardín de las delicias de nuestra impostura, con inusitada facilidad.
Y en el polo opuesto, hablar de lo que uno ha vivido, utilizar la literatura como el atajo más largo hacia la propia memoria, suele ser un camino de verdad. Es decir: un buen camino, que nos podrá llevar a logros mayores o menores, claro está, pero que en todo caso -y si nuestra actitud es lo suficientemente estoica- al menos no impregnará con el grosero aroma del fraude la pituitaria de quien decida acompañarnos.
Esta larga introducción (que me tiene ya demasiado complacido, como habrá notado el sutil lector) no es sino una reflexión liminar antes de lanzarme a hablar de un libro en concreto. Se trata de un libro que, me parece, podríamos adscribir muy bien a la categoría que he esbozado en el párrafo anterior. Me refiero a “Tiempo de vida”, de Marcos Giralt Torrente. Esta obra me ha impresionado por su carga de verdad, tan infrecuente por estos pagos y en estos días. Una verdad completa, incluso en su incompletitud, de la cual el narrador honradamente nos advierte en las primeras páginas. Inevitablemente, he forjado mi propia opinión sobre la figura de ese padre (el pintor Juan Giralt, fallecido en 2007) que trata de recuperar, con esforzada y poética ecuanimidad, y sin ninguna autoindulgencia, su hijo el escritor Marcos Giralt; pero no creo que sea este el lugar para revelarla. Además, siempre sería una opinión sobre un personaje literario, un ser “refractado” por el medio expresivo en el que el escritor lo revive.
En lugar de aventurar hipótesis propias o muy discutibles juicios morales sobre el contenido, me limitaré a saludar el esfuerzo genuinamente literario, hecho a redropelo de las modas y las tendencias que hoy predominan; y a proponer su lectura a todos aquellos que buscan todavía lo que un poeta francés, de la época en que las vanguardias gozaban de esplendor y tenían sentido, llamó -y así consta en su epitafio- «el oro del tiempo».