A propósito del reciente fallo del último premio Alfaguara de novela, me escribe uno de mis habituales corresponsales (sus iniciales P.E. deben bastar, esta vez no voy a escribir su nombre completo) lo siguiente:
«se ha llevado esta tarde 160.000 euros del premio de la editorial en la que ya estaba. Eso es normal, que es un dinero. Lo peor es el fingimiento del jurado diciendo que han abierto la plica y Ay, qué sorpresa y él diciendo que no sabía que se fallaba hoy. Lo peor realmente es el jurado con Juan José Millás y Manuel Rivas y Rosa Montero que parece que los hubieran desenterrado para esto.»
Ya he tratado este tema alguna otra vez –recuerdo que escribí un artículo en Todo Literatura titulado “La pureza peligrosa” y que fue bastante compartido- pero metamos sin miedo de nuevo las manos en esta harina, aunque sería mejor decir pasta, en este caso. Como ya señalé en aquella pieza, a mí todo esto de los premios editoriales me parece corrupción venial. Nadie puede demostrar en un laboratorio de física que la novela ganadora no sea la mejor de las 800 presentadas. El arte tiene eso, la únicaprueba inconcusa es la del tiempo, y, claro, no vamos a esperar centurias para darle el botín a un esqueleto. Yo mismo, ya lo he confesado alguna vez, he sido candidato a alguno de estos trajes hechos, y si en el futuro me lo vuelven a ofrecer, y cuaja, probablemente lo acepte, poniéndome una mascarilla desechable para recibirlo. Además, sucede que en el caso al que se refiere mi corresponsal parece ser que el ganador es un escritor, por lo menos, notable. Si la editorial que lo publica comparte intereses con los medios que lo respaldan, ¿nos vamos a extrañar de que nieve en enero? (Qué viejos se nos están quedando los dichos, por cierto).
Más adelante, en su email, ese amigo que me escribe alude al Café Gijón que yo gané y dice que tal vez fue la última vez que un caballo salvaje adelantó a los de pega del carrusel de las servidumbres y los favores cruzados. Puede ser. Es cierto que veo a infinidad de mediocres que, apoyándose en el periódico o la tele que los auspicia, en el grupo político o mediático que los promueve, en las relaciones a base de 69 en la Universidad y en los institutos culturales por los que se arrastran, pasan por glorias nacionales de nuestras letras y hasta me sacan ventaja en los escaparates. Pero los miro con el sonriente desprecio con que el replicante Roy de Blade Runner le pregunta a Deckard, cuando intenta escapar por la cornisa: “¿A dónde vas, hombrecito?” Incluso me extraña que a mí me dejen seguir publicando sin otro aval que el de mi talento. Si no soy el único, seré de los pocos que quedan de mi raza, sobreviviendo en esta jungla político-cultural de trivial corrupción. Qué le vamos a hacer. Suelo ejercer aquí mi derecho a la queja, pero esta vez renuncio. Estoy de fiesta, amigos. En marzo se publica “Muerte de atlante”, la que creo que es mi mejor novela desde aquella que voló bastante alto impulsada por el último premio importante y limpio que quedaba en España. Me subí al último tren y… bueno, todavía está en marcha.