Y seguimos con el tema, claro que sí, porque no deja de estar de actualidad. “Respeto mucho a la gente que se suicida -ha dicho en un late night de gran audiencia, el sábado por la noche, Agatha Ruiz de la Prada; y añade:- suicidarse es de valientes.” Aprovecho la ocasión para señalar que ella siempre me ha parecido guapa de la manera difícil, es decir: a fuerza de inteligencia. Sigue siendo una señora estupenda, pero, ¿habéis visto alguna foto suya de joven? Un bellezón malhumorado de la nouvelle vague, con su pelo corto. Alabo el buen gusto de Pedro J., cancelado por el mal gusto de abandonarla por una más joven, para seguir ejerciendo de león rugiente en el triste cabaret de su imaginación. El caso es que Ágatha vino a sumarse así a la nefanda y subversiva apología del suicidio. Está claro que le ha impresionado la pregunta que yo lanzaba en mi post de noviembre: ¿Nos estamos suicidando por felicidad? El hecho de que su madre se quitara la vida tal vez le confiera cierta bula para exaltar la valentía de los suicidas, pero habrá escandalizado a mucha gente, supongo.
De todas formas, me ha tomado la delantera. Venía yo acumulando ganas de defender la respetabilidad de los y las suicidas. Me indignó el tsunami de hipócrita ñoñería que arrasó España tras el corte de mangas cósmico y autolítico de Verónica Forqué. Parecía que se había suicidado por tonta, como si no se diera cuenta de lo que hacía. Hasta el ministro bailongo salió a decir bobadas como “tenemos que cuidarnos más” y otras mandangas por el estilo. Vamos a hablar en serio del suicidio. ¿Y quién tiene algo importante que decir sobre esto?Aquí resuena el silbato de Calígula en la obra de Camus, cuando organiza un certamen poético sobre la muerte. Quien no tenga algo sustancial que decir acerca de estas cuestiones que se calle. Leed a Dostoievski. Con eso basta, y todos los psicólogos, sociólogos, expertos y políticos del mundo sobran. También podéis leer a Houellebecq con provecho sobre este tema. Pero vamos a hundir un poco el dedo en las profundidades de la llaga. Si la vida es “un sumidero de mierda” (Luis G. Martín) el suicidio es una opción perfectamente razonable. A no ser que uno crea en Dios, claro. Cada vez que Rafael Narbona dice que los psiquiatras están sobremedicando a sus pacientes y que la verdadera cura contra la depresión radica en buscar y encontrar un sentido a la vida en la trascendencia, la jauría se le echa encima. Tal vez Rafael exagera un poco –yo creo que un buen antidepresivo recetado a tiempo puede ayudar a un enfermo a salir del pozo, o por lo menos a no hundirse más en él-, pero en el núcleo de su argumento Narbona acierta. Sin embargo, se ha convertido hoy en una verdad escandalosa, la de que no se puede vivir sin fe. Y en esta sociedad descerebrada y des-animada –que ha renunciado a su alma- se espera que el remedio para el suicidio venga de tecnócratas, de expertos o de gilipollas autoayudados. Es posible que algún día una mente inspirada salte al polo opuesto y veamos campañas de promoción del suicidio. Imaginad un anuncio, después de las campanadas de fin de año:“¿Eres de los que dejan plástico en la playa? ¿No prestas atención a tus hijos y luego culpas al sistema de que fracasen y estén deprimidos? ¿Achacas tu miseria a los inmigrantes o a los empresarios de éxito? ¿Votas a Vox o a Podemos? Ayúdanos a mejorar el mundo este año. Empiézalo bien: SUICÍDATE. Gobierno de España.”