Viaje al fin del verano, con Céline

por Rafael Balanzá

El arte no es el territorio de la objetividad, como la ciencia experimental, sino el de la libertad. Por eso tengo derecho –esto es solo un decir- a que no me gusten una buena novela o una buena película, por ejemplo. Eso me sucedió hace unos días con “Manchester frente al mar”, que sí agradó a mi mujer y a mi hijo, lo que me merece todo el respeto del mundo. Opino que un buen relato –algo parecido le he leído a Guelbenzu, creo- debe ser un poco mejor que la vida. No basta con inflar un personaje de goma (aunque esté meritoriamente interpretado en su trágica inanidad) e hincharlo a bofetadas, tal cual, como si fuera un tentetieso, descargándole encima una desgracia tras otra, igual que llueven los palos en el lomo del borrico cuando se desquicia el sádico arriero. Los naturalistas del XIX pretendían presentar la vida tal cual era -bajo el influjo hegemónico de la ciencia y el racionalismo, claro- pero nunca se atuvieron del todo a su programa. Al menos no en sus mejores logros. Y tampoco los surrealistas fueron consecuentes. No practicaron lo que predicaban: presentar los desvaríos del inconsciente sin reprimir en absoluto su espontánea creatividad irracional. Tanto la realidad como nuestra propia fantasía requieren alguna forma para convertirse en un arte que merezca la pena recordar. No vale con pasar el espejo a lo largo del camino, como pretendía Stendhal, simplificando las cosas para hacerse entender; ni tampoco sirve, para nada bueno, ponerse a escribir automáticamente todas las gilipolleces que sea capaz de eyacular un rijoso cerebro en estado de excitación.

Que no me guste una novela muy celebrada me ha sucedido ya varias veces en la vida. Hace unos 20 años interrumpí a las pocas páginas mi lectura de Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. En realidad creo que no era tanto que no me estuviera gustando como que no había llegado el momento exacto de leerla. Ese momento ha resultado ser este verano, y mi juicio es enteramente favorable. Hay que advertir al lector sensible de que se trata de la obra de un declarado antisemita, quien fue juzgado por colaboracionismo con los nazis. Además, estamos ante un libro cargado de misantropía y de misoginia y trufado de perlas negras que amargarán demasiado a los paladares delicados. Aquí os copio algunas de ellas.

“Con calidades iguales, siempre encontramos, al parecer, un poco más de inquietud en el hombre, por limitado que sea, por corrompido que esté, que en la mujer”.

“Confiar en los hombres es ya dejarse matar un poco”.

“A medida que te quedas en un sitio, las cosas y las personas se van destapando, pudriéndose, y se ponen a apestar a propósito para ti”.

“Nunca acaba de desagradarte del todo que un adulto se vaya, siempre es un cabrón menos sobre la tierra…”  

“Basta con que te contemples escrupulosamente a ti mismo y lo que has llegado a ser en punto a inmundicia. No queda misterio ni bobería, te has jalado toda la poesía…”

Por otra parte, Céline era dueño de una prosa magnífica, de inspiración oral y libre de toda vana retórica, la cual retorcía como un alambre para poner delante de nuestros ojos figuras asombrosas. Lo que nos cuenta es su vida, desde luego, pero no como fue, sino como debía ser para la literatura: su paso por la Primera Guerra Mundial, por el África colonial francesa (con varios episodios realmente desternillantes), por los Estados Unidos de la invención del jazz y por los sórdidos suburbios de París. Ya no se nos permite escribir como él lo hizo, por edicto democrático, aunque aún estemos vivos algunos insubordinados. Y hablando de insubordinados, podéis comparar las fotos de Céline con las de Houllebecq, a ver qué os parece el experimento.

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