No he visto todavía la entrevista de Évole “No me llame Ternera”, pero tampoco necesito ver la plasta en el pañal para saber que el nene se ha hecho caca. La transformación de un periodista en carroñero es un arte de birlibirloque que da muy buenos resultados de audiencia, como ya nos demostró hace muchos años Nieves Herrero con el caso de las niñas de Alcásser. Évole es como esos sarcofágidos que van de despojo en despojo: ora un cantante canceroso, ora un asesino etarra… Esa clase de piezas podrían incluirse en un ciclo llamado “Viva la muerte”, como la vieja película de Arrabal, cuyo título evocaba el grito necrófilo de Millán-Astray que sacó de quicio a Unamuno. Sin embargo, igual que Voltaire, reclamo por encima de todo libertad de expresión: “Me repugna lo que usted dice, pero defendería con mi vida su derecho a decirlo.” O sea, creo que Évole debe tener siempre libertad para dar la palabra a un asesino neonazi como Ternera. Y luego yo, cuando lo vea, diré -tal vez-, que un mediocre oportunista ha entrevistando a un mal nacido. Libertad de expresión.
He tratado de explicarle esto a Luisgé Martín, quien me parece uno de los pocos ensayistas realmente interesantes que nos quedan en España, y me temo que he fracasado en el intento. “También defenderé el derecho de la próxima Leni Riefenstahl a hacer un documental de apología del nazismo –le escribí en un tuit-, admitiré su logro estético y luego me ciscaré en su ideología.” Por ese orden. La respuesta de Luisgé me parece decepcionante: “No sé si defendería el derecho de la próxima Riefenstahl de hacer un documental, pero sí me interesaría si alguien le hiciera una buena entrevista.” Vamos a ver, querido, si permites la entrevista, tienes que permitir el documental, o incurres en una total incoherencia. A mi juicio, hurgar en la herida purulenta de la maldad sólo puede tener una justificación artística ( Shakespeare, Dostoievski ), periodística (si aporta información muy relevante), científica (un estudio psiquiátrico), o legal-forense, si se trata de una investigación judicial.
Uno de los más indignados por la proyección de “No me llame Ternera” en el festival de San Sebastián ha sido Fernando Savater; supongo, claro, que por consideraciones éticas. Vamos a detenernos en esto un momento. Josu Ternera lo único que ha hecho en su vida es llevar a la práctica el viejo apotegma del Ivan Karamazov de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Exacto. Todo. Incluso transformar la patria en Dios -que es precisamente la esencia del fascismo- y despedazar y abrasar a niños pequeños en su nombre: Auschwitz, Treblinka, la casa cuartel de Zaragoza… En qué queda una ética sin Dios es algo que nos explica magníficamente Woody Allen en Match Point, y muy mal Fernando Savater en su infantiloide “Ética para Amador”. Si la vida es “un sumidero de mierda” -posibilidad insoslayable y muy seria que hay que tener en cuenta, como lo hace Luisgé-, y si el sumidero, además, desemboca en la nada; entonces no importa mucho la ética. Esa es la incómoda, la escandalosa, la inconfesable verdad. En ese caso estamos todos en la mierda hasta la barbilla. Y siempre hay alguno que, como Évole, decide hacer olas.