Y los necios heredarán la tierra

por Rafael Balanzá

Leo en un periódico digital la noticia de que unos días después de que Donald Trump planteara la posibilidad de introducir desinfectante en el organismo humano para eliminar el virus se han registrado ya cientos de casos de intoxicación en Estados Unidos. En nuestro país, después de que el miedo generalizado exigiera la implantación de la dictadura sanitaria más férrea del planeta, con un confinamiento irracional, de corte totalitario y gravemente lesivo para la salud de muchas personas, menores incluidos; en cuanto tales medidas se relajan un poco la gente sale en tromba a las calles, sin el menor cuidado por las mínimas precauciones necesarias, como si estuvieran deseando dar la razón a ese gobierno que los trata como a discapacitados, como a cabras. O para ser más precisos: como a cabras discapacitadas.

Leo en Todo Literatura un artículo vitriólico reivindicando la figura de Kennedy Toole y su carismática criatura Ignatius Reilly. Dice la autora que La conjura de los necios está hoy más vigente que nunca. Conjura contra la inteligencia, se entiende. De acuerdo. Lo he dicho alguna vez: el problema no es el mal, sino la estupidez. Ese es el virus que afecta hoy a Occidente. El otro, el Covid-19, solo ha sido un catalizador, un potenciador del primero. No creo que se trate de una estrategia premeditada de China, pero el hecho es que le ha dado toda la ventaja. El mundo no se encamina hacia la libertad y la individualidad, esas cosas de las que habló Benjamin Constant en el Ateneo de París en 1819, sino hacia al consumismo gregario y la oligofrenia colectivista. Ellos han encontrado la fórmula: capitalismo controlado y potenciado por un estado protector de las masas. El virus encaja a la perfección en su modelo.

El prejuicio de identificar el mal con la estupidez o la ignorancia es un prejuicio ilustrado de raíz socrática. El cristianismo hizo todo lo contrario. Leed la carta a los Corintios. Para San Pablo el bien es casi lo opuesto a la inteligencia y la cultura mundanas. Occidente se muere hoy de pura imbecilidad, no de maldad, ni de coronavirus. A mediados del siglo pasado Stefan Zweig veía desaparecer, consternado, el mundo de la sensibilidad y el buen gusto pisoteado por las relucientes botas de la barbarie; pero no olvidemos que esas botas se las calzaba gente como el doctor Goebbels, un hombre de satánica y refinadísima inteligencia, un erudito, un dialéctico superdotado y un verdadero esteta. Era el mal, no la estupidez, quien iba ganando. Son cosas muy distintas. Las categorías morales no coinciden del todo con categorías lógicas o culturales. Como señala Steiner, Wagner (e incluso Mozart, si pensamos en el aria de la Reina de la Noche) pueden muy bien servir al mal. El físico más dotado de Alemania (Heisenberg), el músico más brillante (Richard Strauss) y el filósofo más genial (Heidegger) se sometieron a un mal pintor que resultó ser un genio de la comedia asesina. Él lideró a una banda de brillantes criminales en el país más culto del mundo.

Zweig se suicidó pensando que Hitler iba a ganar la partida, pero el chiste macabro de Yahvé no había terminado. La cabeza de la serpiente fue aplastada por fin, y cuando Occidente se creía a salvo, llegó en tropel, mugiendo, la manada de los necios, mucho más destructiva que la jauría de los malvados. Nuestros países, aunque han perdido la fe, conservan al menos el perfume ético del cristianismo: la fraternidad, la compasión por los débiles. A Nietzsche ya no lo lee nadie. Lo que está desapareciendo del todo es el valor derivado de la hipóstasis cristiana en la abstracta inteligencia griega; es decir: la importancia trascendental de cada ser humano, su libertad individual, su personalidad. Eso es lo que se está derrumbando. Esa suma paradójica de inteligencia y respeto. Pero no vale la pena hacer nada para intentar salvarlo. Los chinos, o quienes sean, edificarán mucho mejor sus colmenas en un solar arrasado.

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