Yincanas literarias

por Rafael Balanzá

Para tomar conciencia de que el mundo se ha infantilizado en un grado inédito, basta con asistir a un debate electoral en España. Veremos cómo los fantoches en liza se pasan libritos unos a otros, o se dedican desplantes dignos de corrillo de botellón, animados por los repuntes de testosterona propios de la edad. Es posible que alguno de ellos haga incluso, al final, algún gesto de triunfo con los puñitos prietos y el correspondiente saltito de entusiasmo, como si hubiera ganado una partida de futbolín. Ese es el nivel. No importa, porque la política de verdad la hacen las personas mayores: los viejos banqueros y empresarios de televisión, que acechan detrás de las cortinas y se burlan de las lampiñas marionetas que sirven para distraer al personal. Pero ya sabéis que este blog es literario, así que no vamos a hablar de las elecciones, ni de las pasadas ni de las venideras, que dan pábulo a gárrulos comentaristas, pajaritos que viven del alpiste de esos comicios que van y vienen para que todo siga igual.

Aquí vamos a prestar atención al infantilismo en relación con la literatura. Una noticia que saltó al telediario en el pasado día del libro me dio que pensar. Era sobre una especie de juego o yincana literaria que se celebraba en Barcelona, móvil en mano, para animar a los jóvenes a la lectura. Como es natural, el objetivo me parece loable y espero que tenga éxito; aunque no puedo dejar de mostrarme escéptico (en el sentido de incrédulo) ante el procedimiento. Los jóvenes no leen en España, esta es la realidad. Tienen otras cosas en las que pensar: colgar fotos en Instagram, jugar con la play y tatuarse el culo, por ejemplo. Me parece bien que se implementen estrategias para acercarlos a los libros, pero no creo que el camino pase por convencerlos de que la literatura es otro juego más. Esa clase de deslizamiento hacia lo lúdico, hacia lo ligero y ameno, me suena a Luis Cobos. En dosis lo bastante altas me produce urticaria, vómitos y hasta diarrea. Escuchad a Mozart y veréis que es chachi-piruli, si le ponemos un poco de chimpúm-chimpúm. No, mira, mejor déjalo como está. O sea, como decía Manuel Vicent en un título memorable: no pongas tus sucias manos sobre Mozart.

Acercar la literatura a los jóvenes convirtiéndola en una especie de jueguecito es como explicarles lo que es la guerra llevándolos a un paintball. Para eso, mejor que mantengan su idiotez, su genuina y prístina ignorancia intacta, incontaminada, como decía Mafalda sobre su amigo Manolito en alguna memorable tira de Quino. ¿Tiene sentido hacer papilla de Dante o de Dostoievski para dársela a cucharadas a los niños? Chicos, vamos a leer frases sueltas de la trilogía de Samuel Beckett mientras nos tiramos por el tobogán del Aqualandia. Chavales, vamos a rapear un poco el Rey Lear, en plan: oye-tú, viejo-loco, que-tus-hijas-te-comen-el coco, no-me llores-con-tu-bufón, que-hoy-me-voy de-botellón… oompa-zaa, zzhaaa-thum. Así de subnormales nos estamos (y los estamos) volviendo.

Sería mucho mejor prohibirles la lectura. Esa sí me parece una estrategia inteligente. Lograr que la asocien con una droga dura, durísima. Exactamente lo que es. Puede que así un día descubran que hay en Kafka túneles que conducen a mundos prodigiosos donde los insectos tienen alma y los castillos brillan sobre la nieve hasta la locura y sus torres nos hacen guiños y nos llaman por nuestro propio nombre. Puede que así aprendan a llorar con Gilgamesh o a cabalgar a lomos de Clavileño hacia Júpiter y más allá. Quizá entonces se olviden de los ridículos juegos de guardería con que pretenden entretenerlos los guardianes entre el centeno pagados por el capital. Entonces, solo entonces, estarían preparados para traspasar el umbral y descubrir el portentoso, el fascinante, el increíble y verdadero mundo que vibra y late un poco más allá de su infantil experiencia, tan ordinaria, tan banal.

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