B. ante el Castillo

por Rafael Balanzá

F. es un amigo mío de Alicante. Hoy, sábado, ha venido a Murcia con su familia. Tienen dos hijos pequeños, varones. Nos hemos encontrado, a la hora convenida, en un
centro comercial muy conocido a las afueras de nuestra capital. Después de saludarnos,
con alegría y afecto, hemos vuelto a los coches. La expedición está preparada. Dos familias (la suya y la mía, cuatro adultos y tres niños) con un único objetivo: el castillo
de Ricote. El viaje dura casi una hora, primero por la autovía y luego por una carretera
secundaria.

Es un día luminoso y el sol pega fuerte. Empezamos a subir a pie y la conversación registra curvas y revueltas que riman con las del sendero que asciende al castillo, o a lo que queda de él: apenas algún lienzo ruinoso y cuatro piedras erosionadas. No importa. Se trata de andar. Se trata de disfrutar de los bellos paisajes que nos rodean. No llevamos ni media hora en marcha, cuando la conversación entre F. y yo deriva hacia mi terreno, por así llamarlo. Quiero decir que, después de un inocuo y agradable intercambio de anécdotas, la charla gira hacia lo cultural y lo literario. Expongo a F. mis alegrías y también algunas de mis frustraciones. Aludo a ciertas incomprensiones de las que no sé cómo librarme, y a las que no consigo permanecer del todo ajeno.

– No es que no esté contento. No me puedo quejar, desde luego…

– Pero te quejas.

– Sí, me quejo. Me quejo de que el tipo de escritor que yo quería ser ya es hoy puro fósil. Una especie al borde de la extinción… o extinguida.

Después de una enmarañada y torpe explicación mía, F. se hace una idea de lo que pretendo denunciar: que la tectónica mercantil está haciendo derivar al continente de la edición, lenta pero inexorablemente, hacia lo puramente comercial; que cada vez queda menos espacio para el autor visionario o intelectual, que la cultura se identifica con el puro espectáculo…

– ¿No acaba de publicar Vargas Llosa un libro que va precisamente de eso?- pregunta F., siempre atento a la actualidad.

– Exacto –confirmo, mientras estoy a punto de resbalar con la grava del camino y noto que el sol clava en mi desprotegida nuca sus uñas de amante celosa-, acaba de salir, sí… “La civilización del espectáculo”, creo que se titula.

Entonces mi amigo, inesperadamente, prorrumpe en una estrepitosa y demoledora carcajada que me corta la respiración y me obliga a volverme y a mirarlo con sorpresa.

– No has cambiado nada, Rafael. Tu éxito es aparente, en realidad eres un ser patético. Sigues igual que en el colegio, con tus discursos grandilocuentes. ¿Y qué otra cosa queréis Vargas Llosa y tú que sea la cultura? Ya veo por dónde vas… Y perdona que me ría. Por lo menos él, con su Premio Nobel, no hace tanto el ridículo. Puede permitirse esas jeremiadas de abuelete gruñón… pero tú, hijo mío… aún eres joven.

La verdad es que su tono mordaz, irrespetuoso, me hiere, aunque sé que hay toneladas de confianza y complicidad detrás de sus palabras. De todas formas me defiendo como un tigre:

– Yo no me opongo a la literatura de evasión. Al contrario, me gusta… la que está bien escrita, claro. Pero debe haber sitio para algo más.

Mi amigo vuelve a la carga. Hay mucho de farsa, de boutade en su actitud, lo sé, pero me irrita ese tono burlón y provocador:

– ¿Algo más? La cultura nunca ha salvado a nadie de nada. ¿Se puede imaginar un país más culto que la Alemania de 1930? Tanto Kant, tanto Goethe, tanto Beethoven y Wagner… tanto Schelling y Heidegger… Y mira en lo que acabó todo eso.

Lo curioso es que F., a pesar de su desprecio, el muy cabroncete tiene cultura. No sé si hemos hablado de Adorno y Horkheimer alguna vez, pero seguro que los ha leído. ¿A qué viene esta actitud tan borde? Y todavía arrecia:

– Pues claro que la cultura es hoy puro espectáculo. ¿Y qué quieres que sea? Si no existe como mercancía, sencillamente no existe. Te guste o no, el mundo es un mercado global. Y en mi opinión eso es lo menos malo en lo que podía convertirse. No vale la pena perder el tiempo imaginando qué otra cosa podría haber sido.

Sus palabras me encienden. Noto que me pongo violento. ¿Quién se cree que es para pontificar de esta manera?

– Pero la literatura además de espectáculo o mercancía puede y debe ser otra cosa. Todavía es posible cambiar algo con las palabras. No creo que esto sea solo una caduca tesis sartreana. Hay mucho más…. ¿De verdad opinas que no tuvieron nada que ver los discursos de Don Quijote sobre la libertad y la justicia con la formación del espíritu liberal europeo? ¿No debemos alguna gratitud a Cervantes por la transmisión de las ideas erasmistas? ¿Y Dickens? ¿Qué me dices de Dickens? ¿Tampoco tuvo nada que ver con la toma de conciencia de la burguesía inglesa acerca de la

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