En “Muerte de atlante” sabemos ya en la página 60 quién es el asesino. Benjamín Prado comentó en RNE –acertadamente, me parece- que ahí residía en buena medida su originalidad.
Lo cierto es que el acertijo sobre quién es el culpable a mí me importa muy poco como lector, y menos todavía como escritor. Sin embargo, sigue siendo posible clasificarla como novela negra, si nos empeñamos en poner etiquetas. Hace algunos años un crítico mordaz señaló que la proliferación de obras de este género en España presentaba todas las características de una verdadera plaga. La peste negra. Tenía razón.
Al repasar las diversas tradiciones que cabría englobar con el epígrafe genérico de literatura criminal, citaba la novela policiaca o detectivesca –la más popular hoy- y sus ilustres santones del pasado: Conan Doyle, Agatha Christie, Simenon, Hammett etc. Mencionaba, asimismo, la novela de asesinos en serie o de psicópatas, eso que en cine solemos llamar el slasher, con nuestra inveterada y paleta afición a los anglicismos (véase el título de este post), y cuyo arquetipo indiscutible sería “Psycho” de Hitchcock; un largometraje basado, por cierto, en una novela. Y aludía, por fin, nuestro crítico, a algún otro subgénero como las historias de mafia, las de bajos fondos o el “pulp”. Pero olvidaba, en su repaso general, una categoría mucho más importante que todas las mencionadas. Me refiero a la literatura psicológica de tema criminal, esa que arranca de la tragedia ática, pasa por Shakespeare y Dostoievski y llega, en el siglo XX, hasta los grandes moralistas contemporáneos, que estudian la conducta humana a la luz amarga y opaca del absurdo. Así, evitaba citar nuestro vitriólico autor nombres tan ineludibles como el de Albert Camus, o Ernesto Sabato en nuestra propia lengua.
¡Y resulta que, precisamente, esa es en realidad la única novela criminal que me interesa a mí! No hace demasiado tiempo falleció un colega de mi generación, autor de novelas detectivescas. Su escritura siempre me pareció tediosa y mediocre hasta decir basta. No pude terminar nunca un libro suyo, aunque lo intenté un par de veces, dado su éxito. Señalaba Luis Alemany en una elegía dedicada al malogrado escritor (si toda muerte es trágica y lamentable, la de un hombre joven, padre de familia, por supuesto nos deja a todos consternados), señalaba, digo, a modo de elogio, que “no le interesaba el mal ni exploraba los motivos del crimen, sino únicamente la bondad”. El botarate de Alemany pretería así, indirectamente, esas obras de Shakespeare y Dostoievski que yo tanto admiro. Claro que en un país de retrasados mentales y emocionales, como lo es el nuestro, a estos autores, muerto Javier Marías, ya no los lee casi nadie. Si bien su trascendencia canónica resulta tan abrumadora que los cantamañanas de las guarderías culturales los dejan desfilar por las páginas de sus suplementos de vez en cuando, con respetuosa unción, como pasos de Semana Santa. Tal vez una bovina mayoría de lectores prefiera las blandenguerías costumbristas a la profundidad shakespeariana en el estudio de la maldad. Entonces yo me quedo con la minoría.