Sueño lúcido, desde el río hasta el mar

por Rafael Balanzá

He debido de soñarlo hacia las 7 de esta mañana, poco antes de que sonara el despertador. Era una calle de casas bajas encaladas, con ventanas enrejadas y un adoquinado antiguo, y sobre las puertas había escudos heráldicos tallados en piedra. Me fijé en uno que representaba a un jabalí a punto de embestir a la Virgen María.

En un soportal había un tipo con pelo oscuro, eléctrico, inclinado sobre un banco de madera. Se empleaba a fondo con una radial. Paró la máquina y levantó hacia mí unos ojos cobalto de loco. “¡Qué mirás!” Me gritó desafiante. “Ese animal… ¿estávivo?”, interrogué con horror, señalando al cerdito que había en el banco. Se trataba de un pequeño lechón de carne rosada, del que Milei extraía finas lonchas con la radial. “Pero no sufre, ¿viste? Si las lonchas son muy finas…” El cerdo estaba atado con cuerdas y tenía el morro cerrado con cinta aislante negra, pero aún así se lo oía chillar. Sentada en la escalera de la vivienda había una mujer de melena suelta y rizada, vestida con traje de lunares. “Yo no soy populista –dijo sonriendo y dando un mordisco a su manzana, que sonó a pisada en la nieve-, soy presidenta de Madrid y he venido a mirar”. Parecía sacada de un cuadro de Julio Romero de Torres. “Cuanta más carne cortás (seguía Milei con sus explicaciones), más carne cría el guarro.” Espantado, me alejé de allí corriendo. Casi atropello a una florista de melena rubia. La evité en el último momento. Me sonrió y me dijo: “Yo quiero que todos sean felices, desde el río hasta el mar.” Un hombre con barba gris que pasaba cerca sentenció con voz muy grave: “Tú eres tonta, desde el río hasta el mar”. Llevaba uniforme del Mercadona y en la identificación podía leerse: Solón de Grecia.

Un poco después ya no estaba en aquel pueblo, sino en un conocido centro comercial de la ciudad. Se me acercó un amigo. “Hola, Rafa, ¿qué tal con tu libro?” Lo miré con una gran sonrisa y dije: “¡Hombre!” Estaba a punto de añadir “¡Cuánto me alegra verte!” o algo parecido, pero de mis labios se despeñaron palabras más duras: “Hombre… el cerdo hipócrita más repugnante de la capital. Y además quiere ser escritor, cómo no.” Advertí que tenía los ojos enrojecidos y que le temblaba violentamente el labio inferior: “¡Pero si yo nunca he escrito nada!”, chilló desesperado. “¡Pues vosotros sois los peores!”, le espeté; y le escupí en un ojo. Después le di la espalda y me metí en un portal de un edificio al que era ajeno. “¿Por qué le habré dicho eso?” Me preguntaba, mientras llamaba el ascensor. Una señora con el pelo morado me abrió la puerta. “Vengo a expiar mis culpas”, le dije. “Ah… sí”, dijo ella. Y me invitó a entrar en su piso. Enseguida la empujé al cuarto de baño y la violé. Cuando salimos de nuevo al corredor me reprochó sonriendo: “No hacía falta… Sólo tenías que lamer mi compra.” El banco de la cocina estaba repleto de latas, verduras, cartones de leche…. “¿Todo tiene Covid?” pregunté. Ella asintió y confirmó: “Todo”. Entonces me dije para mis adentros: mejor no haber sido escritor, mejor no haber sido nada. Y recordé una frase, pero no podía decir si era de Hölderlin o la había leído en “Los ojos del hermano eterno” de Stefan Zweig: “Ojalá no hubiera actuado nunca”.

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